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importaciones ociosas

Una mierda

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Pocas veces tengo la certeza de haber visto una verdadera mierda en el teatro: es el caso de la obra de Romeo Castellucci que el FIBA vino a vender como escándalo. Ya pasaron unas semanas, pero cuando ocurrió yo tenía pocos caracteres y mi fútil indignación no cabía en ellos. Supongo que la anécdota ya es conocida y que no decepciono a nadie si cuento la obra. Un viejo se caga encima unas tres veces. Un actor, su hijo, limpia y limpia. El programa dice que serán 50 minutos, pero esto depende de cuánto se tarde en limpiar la mierda (que es de mentira, pese a la máquina de aroma que contamina la sala, como en una broma escolar con bombitas de olor). Las intenciones del autor me importan un pito y mi desinterés está dentro del plan por él trazado. Mucho menos me importa que lo hayan expulsado de la Iglesia; imagino que fue más por el título que por el contenido: Sobre el concepto de rostro en el Hijo de Dios. Unos niños tiran piedras o granadas a una gigantografía renacentista: una cara impávida que es una entre mil maneras de pintar a Cristo. La obra no me parece ni escandalosa ni nada; reina el parco aburrimiento. No hay más sorpresa en ella que el coraje de los dos o tres espectadores que se van. Entre aplausos desganados, le dan rosas al actor que hacía del viejo que se cagaba. Las recibe, sí. Como una diva. Todo es un equívoco lamentable. Una amiga actriz quiere gritarles “ladrones”. La detengo: toda reacción colabora con el insulso mecanismo de la obra y prefiero no tener nada que ver con ella. Tampoco debí haber escrito esta columna: mi indignación no es importante y prefiero no abonar la suposición de que una crítica horrenda es mejor noticia que una reflexión inspirada sobre algo que nos guste mucho.

“¿Qué pensará una enfermera de un geriátrico?”, pregunta mi amiga, mientras pelamos un caramelo viejo que encuentro en un bolsillo. Alguien que hiciera este trabajo unas 9 horas, horas mal pagadas, ¿qué pensaría al verlo magnificado por la autoridad prepotente del gran teatro, entre escenografías costosas e importado desde Italia? ¿Se aburrirá tanto como yo, que no logro pensar mucho más que en el dinero público que cuesta o en cuánto simplificaría un bidet la dramaturgia? Es un onanismo de cartapesta, que sólo parece señalar los límites del teatro o de los símbolos de dos instituciones decadentes (gran teatro e Iglesia Católica) y que poco tiene en cambio para decir o preguntar sobre la vida. El artista no tiene la culpa si falla; después de todo, es su misión. Lo raro es que falle tan costosa y convenientemente en tantos festivales, y que la gente crea que esto es complejo o de vanguardia. A mí me parece que es de retaguardia y de una sencillez pava. ¿Vende mejor el escándalo? No me gusta que se use dinero público así. Pero tampoco me gusta sentirme un ingrato: el FIBA me invitó, ni tuve que pagar. Me pongo paranoico. ¿Por qué me invitan? ¿Están tratando de decir algo a los artistas locales? ¿Debemos involucrarnos? ¿Nos quieren aleccionar restregando tanto León de Oro que Castellucci ganó en Venecia al mostrar caca? ¿O son simplemente gentilísimos y les sobraban entradas para esta obra en vez de otras?

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Si el caso es involucrarse (siempre es mejor) querría decir algo más constructivo con mi disgusto: son años y años de políticas culturales erradas. Busco ayuda en quienes saben más y en Cómo me reí, César Aira explica un fenómeno propio del abuso de la metáfora en el Renacimiento; yo creo que esta decadencia es pertinente para explicar mi apatía. Se trata del “sobrepujamiento” renacentista: en una poética prefijada en un canon inmodificable “el único modo de lograr que un poema valiera la pena era intensificar esos elementos, y entonces la blancura de la tez amada se hacía blanca como la nieve, y después como la nieve impoluta de las altas cumbres y después como portentosas acumulaciones de nieve impoluta bajo el rayo refulgente del Sol…”. La acumulación de mierda en escena no parece más que una forma de seguir exagerando cuando el teatro de símbolos cultos se agota. Exagerar es más rentable (en el marco de grandes festivales) que aceptar que –quizá– no había una gran idea que ofrecer masivamente, ni una sensibilidad fina hacia los matices, que se esconden cada vez más tercamente entre las vastas cosas.