Denuncias por desvíos de fondos millonarios, irregularidades, malversación; corrupción. En la actualidad, este parece ser el escenario institucional de la República Argentina.
Sin individualizar. Es posible visualizar este tipo de lógicas en distintos niveles de la administración pública y en forma transversal en sus distintos entramados institucionales.
También, se puede apreciar que estos temas atraen debates e interpelación al interior del sistema político-judicial y una creciente irritación de la opinión pública. En particular, uno de los temas que históricamente ha adquirido mayor visibilidad es el problema de la corrupción.
Ahora bien, la pregunta es ¿cómo transfigurar estos niveles de debate y preocupación en una problematización concreta sobre la corrupción en la Argentina?
Sin perder de vista el impacto negativo que supone el uso organizado de mecanismos corruptos y evasivos para el desarrollo integral de un país, es preciso remarcar que, en la actualidad la corrupción, como fenómeno, es tributaria de una falsa antinomia entre la construcción política y la realidad cotidiana más inmediata. Desde una óptica político-filosófica fundamental desnuda deficiencias elementales de nuestro contrato social.
La corrupción se presenta como una estrategia más, una alternativa. Entre ésta y el apego a las normas subyacen códigos de comportamiento institucionalizados. En este marco, la evidencia, ya irrefutable, sobre su persistencia en el ámbito político, permite identificar cierto carácter de corresponsabilidad entre la satisfacción de preferencias de los actores –que implica un cálculo de autointerés– y las condiciones de contexto que operan como restricciones y oportunidades a sus decisiones.
Lo que parece estar en el fondo de este asunto es el derecho autoinstituido de apropiarse, disponer y manipular recursos por el simple hecho de haber logrado una posición de poder. Es la configuración de un supuesto con arreglo a valores. El sujeto que forma parte de una identidad colectiva sospecha que es la oportunidad. La oportunidad de dar valor a su exposición, a la audacia de atreverse, a la estrategia.
No obstante, cuando se pierde el objetivo no se puede hablar de logros, ni de reclamar lo logrado. Los funcionarios públicos deberían estar al “servicio de”, no son un fin en sí mismo.
El poderoso avance de las conductas deshonestas en el sector público redefine el objeto y metas de la política pública debilitando el fundamento último de su organización: la decisión ciudadana y la búsqueda del bienestar colectivo.
La brecha entre el deber y la realidad –una tensión pendular entre las normas y el interés particular– opaca la línea argumentativa que aboga por una concepción de la política como herramienta de diálogo y construcción social; superadora de distintas formas de autogratificación individual. Contrariamente, cada vez más se ve que la política estatal es un botín, el que gana se lleva todo. Nadie puede poner el stop.
Este escenario invita a revisar ciertos arreglos político-institucionales que sustentan a las sociedades modernas. La sociedad política es producto de las necesidades y del interés particular; instituye al Estado como un espacio de interés público, de representación colectiva. Pero confundir esta dimensión representativa implica una súbita alteración de los principios que los individuos se han impuesto a sí mismos y que constituyen la base de su poder legítimo.
En la actualidad, revisar estas experiencias, sugiere que poseer grados de poder posibilita, de alguna manera, la obtención de bienes deseados y el cumplimiento de objetivos personales a un costo menor que si decidiera utilizar otra estrategia. Es decir, convierte a la deshonestidad en una estrategia dominante.
Desde un punto de vista individual, anotarse en este juego de intereses puede producir resultados positivos al corto plazo. No obstante, desde una perspectiva más general, sistémica, los resultados son bien distintos. Ampliar la mirada permite entrever que los individuos actúan guiados por una racionalidad estratégica.
En su interdependencia, saben que, para evitar que el resultado no sea peor para todos su comportamiento debe orientarse a la colaboración mutua o en términos del sistema democrático: a respetar las reglas de juego, dado que si bien a nivel individual la conducta del free-rider (evitar el costo individual de la participación buscando beneficiarse de las consecuencias generadas por la colaboración de los otros jugadores) puede tener resultados positivos, su generalización a nivel colectivo conduce a resultados negativos para todos.
Es urgente reconocer en la trama de la corrupción problemas de racionalidad colectiva y fallas graves de coordinación socio-política que tienen un fuerte impacto negativo para el logro equitativo de las metas políticas y sobre todo para la sociedad en su conjunto, en términos de institucionalidad. Aún nos queda mucho por hacer.
*Politóloga y doctora en Educación.