Yuval Noah Harari es profesor de Historia en la Universidad Hebrea de Jerusalén y autor de Sapiens. A Brief History of Humankind. En virtud de ambos honores –especialmente, el último de ellos–, acaba de participar en el Hay Festival, una formidable orgía del pensamiento que recorre el planeta y acaba de hacer escala en Gales, su lugar de origen. El Woodstock de la mente, al decir de Bill Clinton.
Más que Gales, su cuna es Hay-on-Wye, un pueblo de menos de dos mil personas. Y 41 librerías.
Dudo mucho de que por esos pagos importe demasiado el fútbol. En todo caso, bastante razón tendrían en hacer exclusivo foco en el suceso del seleccionado, que sigue empecinado en meterse en las finales de la Eurocopa de la mano de Gareth Bale y Aaron Ramsey. Sin embargo, aunque Harari ni siquiera se lo imagine, ciertas cosas locas que pasan por su cabeza lo acercan previsiblemente a tierras trasandinas.
Harari juguetea con un léxico entre profundo, socarrón y satírico. Descalifica al dinero como una variable real de los valores. El está seguro de que sólo un convencionalismo marketinero puede convencernos de que un pedazo de papel –euros, dólares o shuanes– valga el equivalente a una docena de bananas o cinco gallinas. Tal vez Harari no haya escuchado hablar jamás de un tal Axel Kicillof.
En la misma línea, se indigna aseverando que la Revolución Agraria, cuyo final se ubica a mediados del siglo XIX, fue de un gran beneficio para las sociedades… y una tremenda desgracia para los individuos.
Insiste en que el Homo Sapiens fue creado, desde su esqueleto, sus músculos y su cerebro, para buscar su comida o recoger su agua. Todo lo que vino después, que se presenta como grandes soluciones, no hizo sino atrofiar sus capacidades. “La vida fue más difícil para la mayor parte de la gente después de la revolución agrícola.
Evolucionamos para juntar hongos por el bosque, no para arar el campo o sentarnos en una oficina. Además, hace que todo sea más aburrido”.
De pronto, Harari desembarcó en la Copa América Chile 2015, que demoró apenas un par de días y cuatro partidos para dejar en evidencia cuántas costumbres del modernismo minimizan los placeres.
Sin las profundidades de semejante pensador, uno quiere creer que las cosas tienen su razón de ser. Y que, así como tenemos piernas, brazos, ojos y cerebro para autoabastecernos con aquello que la naturaleza pone a nuestro alcance, juegos como el fútbol tienen normas por cumplir, ideas por desarrollar y recursos por aprovechar.
Como en 2011, tanto como en buena parte de los tramos de mano a mano del último Mundial, la angustia por perder parece pesar muchísimo más que la satisfacción por aspirar a la trascendencia. Cuando los equipos que cuentan con jugadores como Arturo Vidal, Alexis Sánchez, Nicolás Lodeiro o Edinson Cavani caen en la trampa, entonces pasan a ser tan ordinarios como sus adversarios más modestos. Pero son los verdaderos culpables. Por omisión.
Siempre existe la tentación de justificar la opacidad y el tedio y reducir todo a la idea –presunta– de que todo está equilibrado, de que ya nadie da ventajas. Preferimos convencernos de que los malos no lo son tanto en vez de asumir que, demasiadas veces, los buenos se llenan de temores.
Allanamos el camino disfrazando al fútbol –y al periodismo– de ciencia exacta. Son once contra once, noventa minutos, y, capaz, hasta queremos sacar conclusiones con valor de dogma de promedios de edad, altura o peso de los protagonistas. Una verdad tan profunda como buscar los resultados de las próximas elecciones leyendo la borra del café.
Mientras tanto, aquellos mismos números, en otra profundidad si la tuvieran, indican que entre Uruguay, Argentina y Brasil ganaron 37 de las 43 ediciones del torneo. ¿Entonces?
Evidentemente, la posibilidad que tienen los malos de emparejar a los buenos dura lo que dura cualquier etapa de transición: a la hora de definir, ganan casi siempre los mismos; muchas veces, los mejores.
Como para no echar a perder el atardecer de un sábado, Argentina arrancó haciéndose cargo de su potencial y de su pregón. Sin la magia de las veladas inolvidables, el equipo de Martino redondeó en números una superioridad, ante todo, admitida por un adversario incalificable.
Otra vez, el uso de los recursos. ¿Desde qué pretensión de justicia se podría admitir la virtud de un equipo que, ya de movida, demoró 94 segundos en tocar la pelota? Digo mal. Paraguay no demoró un minuto y medio en querer controlar aquello sin lo cual el fútbol aporta imágenes tan absurdas como las de ver un grupo de muchachos bailar descordinadamente y sin música. Por lo general, no tuvo el menor interés en disponer de la pelota. Y si así hubiese sido, en ningún momento de esos cuarenta y cinco minutos se insinuó ni mínimamente qué hubiese querido hacer con ella.
Como siempre, la primera visión crítica apunta al poderoso. En este caso, a cierta falta de profundidad del seleccionado nacional; a la falta de ajuste en ese toque crucial en el que toda defensa queda en ridículo. Antes que ese cuestionamiento, prefiero valorar la intención de darles sentido a los pases, aun con señales de abuso. A veces de lateralidad mal entendida. A veces del pase largo dejando aislado al receptor.
En todo caso, durante ese lapso –y el tramo inicial del segundo–, ése de saber qué se siente, de reencontrarse, de esquivar la sombra constante de un equipo avaro y salvar los tobillos del roce tosco, la Argentina fue demasiado más. Tanto como para justificar desde su peligrosidad el error de Samudio en el primer gol y para certificar que, dentro de los porcentajes que siempre se dividen a la hora de sancionar un penal o no, la decisión de Roldán le aportó un poco más de justicia a un desarrollo desvencijado tanto desde la intención argentina como desde la, no por previsible, justificable postura de rival sin ambición que tuvo el conjunto del Pelado Díaz.
¿Habrá sido la sensación de placidez, de suponer que el único misterio que quedaba por resolver era el de la diferencia final? ¿O fue la rebeldía de un rival que decidió salir del sinsentido de aspirar a perder por poco?
De todo un poco. Mérito ajeno, de la mano de un par de cambios certeros y del pie derecho de Ortigoza, que le dio a la pelota un destino certero e hiriente. Desmérito propio de un seleccionado nacional que ya no sólo fue impreciso para despegar hacia la goleada, sino que comenzó a fallar desde la mitad de la cancha hacia su área. Con errores individuales, perdiendo en el mano a mano y abusando de infracciones y errores colectivos como en cada jugada parada propia, en las que no sólo no se ganó en ataque sino que se abrieron cráteres para neutralizar la contra.
Entonces, el fútbol volvió a dar una lección de impredecibilidad. Tanto más fue Argentina y tan poco terminó siendo. Un desenlace tan incomprensible como, finalmente se vio, fue la no intención inicial de los paraguayos.
Argentina debió ganar. Tuvo todo para hacerlo cómodamente. Pero se volvió a casa repleto de dudas: siempre es más fácil corregir los errores cuando no se gana siendo inferior que cuando se desperdician una ventaja y una superioridad que, durante una hora, parecieron enormes.
Cualquier empate en el debut hubiera sido una mala noticia. Pero éste, viniendo de un 2 a 0 arriba ante un rival reducido a la condición de sparring, mete miedo.