COLUMNISTAS
Uso del cannabis medicinal

Una nueva vida

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Existía algo que frenaba las convulsiones? ¿Desde cuándo? ¿Por qué no teníamos esa información acá? ¿Solo en Estados Unidos? Leí todo cuanto había en su muro virtual. Susan era y es (aun después de que su hija falleciera) activista por el cannabis medicinal. Rápidamente le escribí pidiéndole que me cuente de dónde sacaba el aceite, si sabía cómo estaba preparado y miles de dudas más. La respuesta tardó unos días, pero finalmente me contó que era traumático para ella el proceso de acceder a la terapia con cannabis en su país de residencia, Estados Unidos, ya que como en el estado donde ella residía estaba prohibido, debía viajar cada tantos meses a otro estado donde estuviera permitido y asumir los riesgos que implicaba ese acto. Me dijo que no estaba segura de cómo lo preparaban ni con qué plantas lo hacían, pero prometía averiguármelo.

Mi marido, por su lado, se puso a investigar a través de otros cultivadores y cultivadoras del movimiento cannábico, quienes a su vez empezaban a experimentar con la “receta de Rick Simpson”. Rick Simpson fue un canadiense que en 2001 tuvo un accidente laboral que le dejó un zumbido en los oídos que lo alteraba al punto de no poder hacer una vida normal. Un día, un amigo le convidó un “porro” y casi inmediatamente dejó de oír el zumbido.

A partir de allí empezó a experimentar con las plantas y acuñó una receta, la cual sigue vigente, para preparar resina de cannabis con las flores de la planta. Teniendo en cuenta que el aceite que prepararíamos se lo íbamos a dar a nuestro hijo, caminábamos casi en cámara lenta hacia la terapia con cannabis. Leíamos todo cuanto podíamos, preguntábamos, buscábamos y compartíamos información constantemente. Mi marido encontraba algo y me lo mostraba, yo igual. Veíamos videos, leíamos juntes.

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Cuando tuvimos turno, hablamos con la que en ese momento era la neuróloga de Emiliano, quien nos dijo que no había pruebas concluyentes y además que era una sustancia ilegal; con lo que descartó cualquier otra pregunta al tiempo que nosotres descartábamos su opinión.

La cámara lenta se detuvo el día que me enfrenté a la persiana baja de la farmacia. Ahí, en ese momento, se me terminaron todas las dudas. Después de darle la noticia a Jorge y discutir brevemente por celular, me subí al subte para volver a casa y recordé la tapa del último número de la revista THC sobre Mamá Cultiva. Volví a llamar a mi compañero y le dije: “Hoy es el día en que empezamos a darle aceite a Emiliano. Llamá a alguno de tus amigos cultivadores a ver si tienen algo”. Creo que no me llegó a contestar de lo rápido que se puso en campaña.

Esa misma noche trajo a casa la resina negra en una jeringa de tuberculina de 5 mililitros que le había dado Gustavo Ariel Pérez, un cultivador y activista amigo de él.

Sonreí al verla. Tuve una convincente sensación de seguridad y mucho amor. Un déjà vu. Una certeza sin tiempo. Algo, muy internamente, hizo que sintiera felicidad al ver esa pasta negra. No sé si hay palabras para expresar lo particular de ese momento.

Emiliano había tomado lo poco que quedaba de su medicación alopática y ya se había dormido cuando Jorge llegó de trabajar. Dejamos el asunto para el sábado. Sábado de sol y calor, de esos días que disfruto apaciblemente. Jorge se había ido a trabajar y Ariadna estaba en la casa de una amiga. Emi y yo estábamos solos en casa.

Todo el día lo observé, como siempre, pero más. Traté de grabarme su estado anímico y físico. Eran cerca de las 4 de la tarde. Ibamos a merendar; cuando junté coraje, fui a la heladera y agarré la pasta negra. Saqué de ella una gotita chica, más chica que un grano de arroz, y en vez de levantarla con el dedo, como había hecho Susan Meehan, la puse en una galletita y se la di.

Emi estaba en pañales sentado en mi cama y se balanceaba con un hilo entre los dedos mirando el piso. La televisión estaba prendida a la espera de un partido de fútbol. Comimos galletitas, él se tomó un yogur y yo un café con leche, y cuando no quiso más nada me fui con las tazas a la cocina. Me dijeron que tardaría alrededor de una hora en hacerle efecto, pero de pronto escuché una risa. Mi cerebro confundido pensó en Ariadna. “Ariadna no está”, recordé después. Cerré la canilla y presté atención. Al cabo de unos segundos, volvió a reírse. Emiliano solo reía con cosquillas, o sonreía, pero nunca tuvo una risa espontánea con carcajada. Con el repasador en las manos me acerqué a mi habitación y lo encontré sonriéndole a la tele. Nunca había contestado a su nombre, pero me salió llamarlo e inmediatamente me miró. Escuchó música en la tele, volvió a mirarla y otra vez se rió. La risa es idéntica a la mía, por lo que me causó mucha gracia y ternura. No lo podía creer. Me senté a su lado. Miraba la tele y lo miraba a él de manera intermitente sin creerles a mis ojos. Emiliano estaba interactuando con lo que pasaba en la pantalla y me participaba a mí.

Esperaba que la resina me ayudase a controlar las crisis epilépticas, pero no esperaba esta reacción en absoluto. ¿Y los pronósticos que me habían dado? ¿No era que “Emiliano es así”? ¿No era que su daño neurológico por las convulsiones no permitía su desarrollo cognitivo? ¿No era el autismo el que no le permitía esa conexión? Me surgió impulsivamente llamar por teléfono a Jorge. Traté de contarle lo que pasaba, pero no se me entendía nada de lo que decía porque estaba llorando y riéndome a la vez. Jorge, ansioso del otro lado, me dijo:

—Calmate y contestame: ¿le diste la resina?

—¡Sí!

—¿Y es bueno o malo?

—Bueno.

Le respondí emocionada y entre risas:

—¡Muy bueno!

Es el comienzo de una nueva vida. Lo sentí y se lo dije.

*La historia de Mamá Cultiva, ediciones B. (Fragmento.)