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Una obra en cuatro ruedas

Tomas150
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La cultura skater tuvo uno de sus grandes momentos en la Argentina entre mediados y fines de los 80. Luego prácticamente desapareció, y recién veinte años después volvió a hacerse visible, con la habilidad que tiene la moda y el consumo para calar en el ánimo adolescente, y la fuerza de la nostalgia en los que fueran skaters en aquellos tiempos lejanos. Hoy hay locales donde se consiguen equipos importados con facilidad, existen circuitos y lugares de encuentro, y una fuerte tendencia del marketing (no sólo en la Argentina, sino en todo el mundo) a explotar los deseos y las marcas de pertenencia de una cultura urbana para convertirlos en un objeto de consumo generacional. Hay quien es skater, quien quiere ser skater, quien sólo se viste como skater, y casi todos compran las remeras, los pantalones y las zapatillas en los mismos lugares. Como es una cultura asociada a la calle, la rebeldía, el juego y la libertad, las marcas están atentas ya que se trata de un segmento de consumo fuerte, un nicho de mercado en el que caben desde niños de diez años a adultos de cuarenta.
Así y todo, Buenos Aires está lejos de ser una ciudad skater: las veredas rotas, el asfalto poceado y el caos del tránsito atentan contra buena parte del sentido de la práctica. Por las razones contrarias no es raro notar el crecimiento del skate en muchas ciudades europeas, donde incluso fue adoptado por la gente joven como medio de transporte cotidiano. Barcelona es, por ejemplo, la ciudad skater de Europa, pero vive una contradicción permanente: todo el mundo patina, pero la práctica en las calles fue prohibida hace algunos años. La Guardia Urbana que patrulla la ciudad suele detener a los skaters mientras patinan, les incauta las tablas y les impone fianzas que superan el precio real del equipo. Cuando aparece la policía, los cientos de skaters que practican todos los días frente al Macba catalán dejan de patinar, se sientan sobre sus tablas y se ponen a conversar: como no están patinando no hay delito, y por lo tanto están a salvo.

En 2009 el premio literario Indio Rico convocó a un concurso de epinicios: un subgénero dentro de la poesía lírica, muy común en la Grecia clásica, utilizado para honrar las victorias de los atletas en los juegos olímpicos. El ganador fue Jonás Gómez (Buenos Aires, 1977) con el libro de poemas Equilibrio en las tablas. No es el primer libro escrito sobre o desde el skate (el mismo Nick Hornby convirtió en skater al personaje de su última novela, Slam), pero debe ser el único compuesto en verso y en la Argentina. Gómez, que jamás se subió a una tabla, conoce de primera mano lo que fue la cultura skater y la movida de los 80 porque es de Munro, lugar donde existía un circuito skater mítico con sus rampas y ollas gigantes y donde transcurre buena parte de su libro. “Otros deportes tienen sus campos de juego delimitados/nosotros tenemos la calle/o los pocos circuitos que hay en los barrios”, escribe y es cierto: si el terreno natural de la mayoría de los deportes son las canchas o los estadios, el del skate es el espacio público, del que hace uso y al que reinterpreta a cada momento (lo mismo hace el graffiti dentro de las artes plásticas). En estos versos, Gómez capta la frescura y el espíritu hormonal intrínseco del skate, y construye así uno de los homenajes más originales de la literatura argentina.

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