Clarín lanzó la seudonoticia en modo potencial: Lopérfido “habría” renunciado a su cargo. El lo desmintió: “Es falso. Fue una operación en Twitter y no es verdad. No renuncié. Estoy trabajando normal”. Pero sabemos que cuando Clarín se expresa en modo potencial es más que una mera sugerencia. Horas después, la renuncia estuvo confirmada, maquillada de adornos de ventaja: en su salida oficial, Lopérfido dijo que “fue agotador encarar simultáneamente tres tareas de semejante relevancia”. Ha dejado el Ministerio de Cultura pero no la dirección del Teatro Colón ni la presidencia de la OLA (Opera Latinoamericana).
Seremos muchísimos los que acordemos en celebrar su alejamiento por esta vía democrática. Pero queda sabor amargo en este pequeño triunfo de la resistencia coherente y argumentada: es la persona la que es cuestionada, ¿por qué suponer que deba renunciar a un cargo y no a todos?
No ha renunciado, sino que lo han sacado de allí. Lo han sacado no sólo sus jefes y el Clarín (desconozco la interna, pero es probable que su falta de apoyo y diálogo ciudadanos y sus declaraciones fascistoides a toda hora se hayan tornado inmanejables), sino la férrea convicción de quienes enfrentaron una y otra vez sus horribles ideas. Eso que desde el Gobierno llamarán “escrache” no es más que la mera expresión de ideas muy opuestas, que en principio tanto parecía gustarle al ex ministro. En marzo dijo que en cuatro meses nos íbamos a olvidar de su negacionismo y de su participación en los sucesos de diciembre de 2001. Y que el asunto estaba terminado. Ahora sí lo está.