“Maldito sea de día y maldito de noche, maldito al acostarse y maldito al levantarse, maldito sea al entrar y al salir; no quiera el Altísimo perdonarle, hasta que su furor y su celo abracen a este hombre; lance sobre él toda maldición y borre su nombre de bajo los cielos.”
Del Acta de Excomunión de Baruch Spinoza (1632-1677), en Amsterdam, 27 de julio de 1656.
Su trabajo es complejo, riesgoso, estresante y, en términos estéticos, algo ridículo. Se entrenan para correr durante noventa minutos de aquí para allá, girando como trompos, a merced de las idas y vueltas de los protagonistas del show. Tal vez para compensar ese papel secundario –mezcla de celador de escuela y voyeur–, utilizan con candor el verbo “jugar” cuando hablan de su oficio: arbitrar partidos de fútbol. Habrá que creerles, por qué no. Los juegan, a su modo.
Administran una justicia espasmódica, intuitiva, sin espacio ni tiempo para la duda; sin apelaciones. Deciden en un segundo; hostigados por el furor de los jugadores que, a 160 pulsaciones por minuto, sienten que esa falta recién cobrada puede quitarles el pan a sus hijos; amenazados por la furia imparable de los hinchas, seguros de que les pitan en contra porque “están comprados”. Alejados del aplauso, su aspiración es modesta: no cometer errores graves, pasar desapercibidos, ser invisibles. El mismo reglamento que les otorga autoridad los reduce a la nada, simbólicamente. Si la pelota pega en ellos, no pega en nadie. Son como postes. Aire.
Carlos Maglio, un gigantón de dos metros de altura, con cara de buenazo y 48 años cumplidos, dirige sus últimos partidos en Primera, donde debutó algo tardíamente, en 2004. Nunca fue una estrella, como Baldassi; ni se destacó por su histrionismo, como Lunati. Su paso por el referato ha sido digno, con partidos buenos y de los otros. Venía de cometer un error de principiante al sancionar offside de un lateral en Independiente-Brown de Adrogué y el miércoles, en Córdoba, en Belgrano-Boca, vivió los peores cinco minutos de su carrera.
Empataban 1-1 y en un suspiro –junto a Ariel Scime, su asistente– batieron el récord mundial de metidas de pata. Del minuto 16 hasta el 21, le anularon dos goles legítimos a Velázquez y no cobraron un claro penal a Cabrera que, encima, recibió una amarilla por simular. De un posible y consagratorio 4-1 a un injusto 1-2 final. Si el partido no terminó en escándalo, fue mérito de los jugadores de Belgrano –que no perdieron el control pese a estar calientes como una pava– y del público, que protestó sin violencia.
¿Y ahora, qué hacemos con Maglio? ¿Lo ejecutamos en ceremonia pública? “Tampoco me voy a inmolar”, dijo, antes de abandonar el estadio, sereno pese al papelón, admitiendo la posibilidad del error. Para qué. Ardió Troya. Todos lo querían de rodillas, pidiendo perdón. “¿Qué le digo a la gente de Belgrano? Que me equivoqué. Que no fui justo. No puedo disculparme. No por soberbio, sino porque actué de buena fe, sin mala intención”, dijo un día después. Es razonable. Si ya no está para dirigir, alguien se acordó tarde de pararlo. Que sea él quien se disculpe.
La vara con que se juzga a los árbitros es inhumana. Parte de la perfección, nada menos. Por más entrenado que pueda estar un asistente, en jugadas muy finas y rápidas es imposible fijar la vista en dos puntos al mismo tiempo: el lanzador, en el instante exacto del pase, y el último hombre. Y quien agudice su oído para percibir el impacto contra el balón mientras controla la línea tampoco estará a salvo: la velocidad del sonido es de 340 metros por segundo, la cancha es grande y si se trata de centímetros –que es lo que muestra la televisión–, el mínimo desfasaje dispara el error.
Quien crea que intento defender a los árbitros se equivoca. No me chupo el dedo. Unos se equivocan por malos; otros, por pagos. La misma frase se repite cada vez que un club va por un título o lo angustia el promedio: “Hay que arreglar a los pitos”. Y a veces, como por arte de magia, las cosas se arreglan y tenemos final feliz, a lo Hollywood.
Hay de todo. En el programa de Fantino tuvo sus 15 minutos de fama el ex árbitro corrupto y hoy abogado Humberto Rosales, autor de Los árbitros del soborno, un libro donde explica cómo funcionaba lo que él denomina “la joda” –el arreglo de partidos–, que integró en su momento, facturando a cuatro manos. Por ahí anda Lunati, el Alberto Sordi del referato nativo, aún sin su clave fiscal, investigado por “evasión tributaria y lavado de dinero”. Recuerdo a Brazenas y el misterio de su último partido, que dejó a Huracán sin título. La frase de Daniel Giménez frente a una cámara: “¿Sabés cómo se compran y se venden árbitros y vos ni te enterás?”. Collado, víctima de su incontinencia. Ruiz, Faraoni, gente que un día prendió el ventilador y pronto pasó al olvido. Y aquí no ha pasado nada.
Me resulta imposible ponerme en la piel de un referí, pero sé que no debe ser fácil estar ahí adentro. No tengo por qué dudar de la honestidad de la mayoría, pero sí de algunos. Ignoro si hay sobres, órdenes “de arriba”, mala suerte, impericia o un poco de todo. No quiero ser injusto ni pasar por naïf. Somos grandes y nos conocemos, muchachos.
“¡Soretes de luto!”, les gritaban hace años, cuando vestían de negro y corrían, torpes, con sus panzas, pelo escaso, anotando cosas en sus libretitas en lugar de mostrar tarjetas de colores. Tenían prohibida la palabra y quizá por eso uno –un chico– los imaginaba probos, inaccesibles, gente seria que observábamos, curiosos y perplejos, al lado de nuestros héroes de figuritas.
Gente aburrida hasta la irrupción de Nimo, uno que sí hablaba, y cómo; el del penal de Gallo no cobrado, la boquilla dorada, la perla negra; aquellos picados tan amenos que organizaba con hijo playboy del general Viola en los años de plomo, pitando como se debía, a lo crack.