No parece ser del todo justa la comparación que se ha hecho entre Juan Carlos de Borbón y Quico, el personaje de El Chavo del ocho. Porque Quico, según se recordará, resolvía su hartazgo en la enfática imploración del tan famoso “¡Ya, cállate, cállate, que me desesperas!”. Y aunque la torsión exagerada del final de frase movía a risa, no dejaba de expresar eso mismo que enunciaba: una desesperación. Al monarca, en cambio, parece haberlo ganado un rapto inspirado remotamente en Raymond Carver: “¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?”. Y ni siquiera. Porque las palabras de Carver no dejan de formular un pedido de silencio. Pedirlo por favor no necesariamente expresa contención o diplomacia, también puede indicar el esfuerzo que hace el que siente que está a punto de explotar.
A decir verdad, el rey de España nunca le pidió a Chávez que se callara. No sólo no se lo exigió, ni siquiera se lo pidió. Es obvio que ha querido hacerlo, pero en todo caso no es lo que hizo. Lo que hizo fue preguntarle a Chávez por qué no se callaba. Y en el momento mismo de proferir esa pregunta, que ya es célebre, comprendió su traspié. Queriendo quitarle la palabra a Chávez, no hacía más que dársela: “¿Por qué no te callas?”, lo interrogó, y en ese mismo instante tuvo la relampagueante revelación de que a continuación, impelido por él, Chávez se pondría a contestarle.
En definitiva, a partir de aquel momento, Chávez no ha hecho casi otra cosa que contestar y contestar y contestar a esa pregunta. Su respuesta lleva ya varios días de duración y en su argumentación se remonta por lo menos unos quinientos años atrás. El rey sin dudas se lo vio venir. Y se vio venir que no tendría más remedio que escuchar la larga parrafada que recibiría por respuesta. Tal vez fue por eso, y no por enojo, que se levantó y se fue. Porque si pedirle a un jefe de Estado que se calle es una falta de respeto, lo es mucho más formularle una pregunta y luego desatender la respuesta que da.
La combinación de liderazgo y parquedad no es imposible. Lo sabemos por Yrigoyen, que nunca hablaba y fue caudillo. Pero es preciso admitir que lo que se espera de un líder es que cultive con destreza el arte de la oratoria. Hugo Chávez, al igual que Fidel Castro, lo ejerce desde la abundancia, desde la riqueza, desde el barroco más pleno. Por eso no se calla. Quien no guste de escucharlo, más vale que no le pregunte nada.