Tantos siglos compartiendo bocas, dando impulso al habla, hermanando, y me quedo solo aquí, boyando en gerundio, sin saber cómo continuar mi existencia colectiva. ¿Acaso puedo satisfacer el mero impulso de la infusión de todos aquellos que han buscado en mí la animosidad del encuentro, ahora obligados a no compartirme? Quizá ya adivinan mi origen vegetal, pero mi designio es humano: reunir, convidar. Hace más de quinientos años, cuando los nativos guaraníes utilizaban las hojas del árbol, me consideraron bosque transformado en culto. Ni los conquistadores que arrasaron con tantas culturas, quedándose con lo mejor e imponiendo sus costumbres -acostumbrados a hacerlo-, pudieron deshacer mi influencia. Creo que conseguí infiltrarme en la historia para sostener la alternancia, la mixtura, e incluso, la igualdad. Todo ello apaciguando sedes, alentando al cansado; de sabores varios: amargo o azucarado, con canela, cascaras de cítricos o yuyos. Los jesuitas quedaron sorprendidos ante mis atributos, introduciéndome con variaciones; “té de los jesuitas” me llamaron. Y aun en aquellos tiempos, nunca fue peor que los que acontecen. Hoy, mi naturaleza convidante está siendo cercenada, ya no puedo regocijarme entre sonrisas, detenerme con un “gracias”.
Recuerdo cuando Andrés Guacurari, caudillo guaraní misionero, me volvió popular fomentando la producción y distribución de la yerba. Claro que ahí comenzó a fluctuar mi identidad entre las dos orillas. Guasurari ( Guazurarí o Guacurari) fue uno de los más fieles colaboradores de Artigas quien lo adoptó como hijo, dándole hasta su apellido y de su nacimiento obtuve la fecha de mi conmemoración: el 30 de noviembre.
Fueron tiempos de riqueza emocional. Humanamente aunados, ¡hasta las diferencias se cebaban! Ni siquiera con las ornamentaciones -que agradezco, por supuesto-, pudieron volverme exclusivo. Me hicieron de plata, con incrustaciones en oro; pagaban por mis envases fortunas, me convertí en objeto de culto de la aristocracia porteña, pero nada me quitaba la posibilidad de ofrecerme en tiernas calabazas.
Me resisto a la infusión solitaria. No tengo nada que envidiarle al té victoriano ni a los brindis, mi ronda es tan social que no discrimina. Mi ritual es ancestral y genuino, verdaderamente me comparten. Pero este 9 de julio, cuando hasta Google me utiliza de símbolo, estoy solo, porque solo uno puede tomarme.