COLUMNISTAS

Una visita al pediatra

El poeta y escritor acaba de terminar “Las aventuras de Barbaverde”, el nuevo libro (una suerte de cómic de aventuras entre las fuerzas del bien y del mal) del prolífico narrador pringlense, y se pregunta si lo que acaba de leer es, en verdad, una genialidad o una estupidez. “En esta prosa excelente, que por los temas que trata a veces pareciera pertenecer a un juventón gombrowicziano con problemas mentales, uno encuentra la maravilla del cuento por el cuento mismo”, asegura, mientras se va inclinando por una síntesis de ambas proposiciones.

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Se zarpó César Aira? Ya leímos en sus libros a indios que hablaban como eruditos universitarios, niñas proletarias que jugueteaban con fantasmas okupas y sectas de gimnastas dispuestos a disputarse el barrio de Flores palmo a palmo. Ahora le toca el turno al cómic como motor de inspiración en Las aventuras de Barbaverde, que acaba de publicar Mondadori y al cual una publicidad virtual recomienda con las palabras: “Ironía”, “genio”, “humor”, etc. El libro es grueso –está formado por cuatro relatos– y en la tapa hay una ilustración hermosa del Avispón Verde. Un objeto físicamente lindo.
Lo primero que tengo para decir después de salir de varias semanas en las que la realidad –el humo agrario que va y vuelve, tipos corriendo con una llama olímpica, encadenamiento de Fernández en el Gobierno– les compitió a los delirios imaginados por Aira, es que recomiendo fervorosamente la lectura de esta novela. No porque me haya parecido extraordinaria, sino porque me gustaría encontrame con gente que me diga qué le pareció esta nueva jugada del escritor de Pringles. Ese tipo de situación donde uno busca cómplices para comentar cosas del estilo: “¿Vos estás entendiendo lo mismo que yo?”; “¿eso te parece una genialidad o una boludez?”. Para terminar definiendo, como siempre cuando uno lee los últimos libros de Aira: “Esto es una estupidez genial”. ¿Pero es realmente así? ¿Es una estupidez? ¿Es genial?
Veamos: si existe en nuestro país un escritor serio que ha puesto su fe en la literatura como nadie, ése es el César. El humor que tanto se les atribuye a sus textos es del tipo del que nos provoca risa en los velatorios, es decir, esa risa motivada por no estar –por esta vez– en el lugar del muerto. El largo continuo (para utilizar un término fetiche de Aira) que forman sus novelas, relatos y ensayos muestra una cosa de manera evidente: que la vida es de una estupidez notable y está sujeta a una lógica perversa. Y que es más parecida a un artefacto chino, de esos que no se sabe si son un juguete o un adorno, que a los frescos de la Capilla Sixtina.
En las aventuras de Barbaverde –genio del bien–, luchando contra El Profesor Frasca –genio del mal–, el escritor le pone al dedo del Dios de Miguel Angel el anillo de Linterna Verde. Así que lo único que se puede hacer es relatar, modificar y volver a contar, hasta el fin del tiempo. De ahí que sus relatos tengan un corazón trágico. En esta orfandad, en esta prosa excelente que por los temas que trata a veces pareciera pertenecer a un juventón gombrowicziano con problemas mentales, uno encuentra la maravilla del cuento por el cuento mismo. Cortázar, poniéndole a su Libro de Manuel recortes de prensa de la realidad para tratar de mezclarlo con la vida, para hacerlo “revolucionario”, se vuelve ingenuo y cándido frente al Doctor Aira, quien practica una política de tolerancia cero. Porque lo único que existe es la literatura. La vida es apenas un eco, un gol que escuchamos gritar en una cancha alejada.

El mal contra el bien. Es problable que de esta afirmación de Arthur Schopenhauer surjan tanto la religión como los cómics de superhéroes: “En lo más profundo del hombre arraiga la confianza de que algo, semejante a la propia conciencia, tiene conciencia también de uno aunque esté fuera de uno mismo; resulta estremecedor imaginarse vivamente el pensamiento contrario asociándolo a la infinitud”. Ahora recuerdo esas noches de insomio en la pieza que compartía con mi hermano. Insomio motorizado por la conciencia de la finitud. En ese entonces, fueron los cómics de superhéroes los que mitigaron el miedo. Batman, la fábula de Superman, Flecha Verde. Nunca los voy a olvidar. Y aun cuando después fueron utilizados para la propaganda bélica y para sesudos análisis de intelectuales pop, lo que importa, lo único que me interesa, es que, como la magdalena de Proust, cada vez que veo un cuadrito coloreado de historieta siento la potencia de la felicidad.
A pesar de que ahora tome explícitamente personajes salidos de las historietas (junto con Barbaverde y Frasca, en las aventuras se suman el joven Aldo Sabor y la joven fotógrafa Karina), toda la obra anterior de Aira tiene una deuda muy grande con este género.
No sé lo que piensas tú, hipócrita lector, pero para mí las primeras novelas de Aira –Ema la cautiva, Los fantasmas, La luz argentina, La prueba y El bautismo– son extraordinarias y muy superiores a todo lo que vendría después. Como todos los grandes escritores, Aira preparó el terreno crítico en el que le gustaría ser leído. Ahí está el prólogo famoso al libro de Novelas y cuentos de Osvaldo Lamborghini. Pocas veces un prólogo era casi superior a los textos que precedía.
De seguir vivo Osvaldo, con Aira se hubiesen matado a golpes: como Freud y Jung, o Dios y su angel más hermoso, el poderoso Señor de Abajo. También en ese dichoso prólogo, Aira habla del continuo para entender la obra de Lamborghini, pero en realidad es para comprender su obra. Y le hace decir a Osvaldo que, tal vez, lo suyo sólo fuera al final una frase que condensara todo.
De las novelas de Aira, a veces, también uno sólo recuerda una frase o una imagen, como el comienzo de La guerra de los gimnasios, donde el protagonista se inscribe en uno para “provocarles temor a los hombres y deseo a las mujeres”. O los abdominales que hace Rosas al comienzo de La liebre. Me acuerdo de que Pedro Mairal me dijo: “Hay una novela de Aira en la que Rosas hace abdominales ni bien se levanta”. Y esa sola imagen me propulsó a buscarla hasta que la encontré en una mesa de saldos. Y sí, era verdad, ahí estaba el Restaurador cuidando su tabla de lavar. Y Daniel Durand me contó que en otra de sus novelas un indio flotaba en el agua abrazado a un pedazo de hielo mientras se lo llevaba la corriente. Era en Ema la cautiva, y cuando la leí me rompió la cabeza. Ricardo Zelarayán, no muy afecto al elogio desmesurado, me advirtió, recomendándomela: “Las primeras veinte páginas son extraordinarias”. Pero yo la disfruté toda. Y en esta última de superhéroes también hay momentos de la inolvidable prosa de Aira –esa que provoca que las novelitas parasitarias que lo imitan se conviertan en spam–, como cuando aparece un gran salmón en el cielo de Rosario y el narrador se vuelve un poeta único: “Un gigantesco pez cósmico había venido derivando desde los confines extremos del Universo hacia nuestra galaxia. Tan enorme era que su paso había apartado constelaciones y echado a rodar estrellas y cúmulos en todas las direcciones del cosmos. El delicado equilibrio de las grandes elípticas gravitacionales se había disuelto, para volver a reconstruirse, alterado, al paso del gigante. Silencioso como un sueño, abría y cerraba los agujeros newtonianos, atravesaba las madejas de átomos, cruzaba umbrales negros de distancias portentosas por su mera presencia. ¿De dónde venía? Del fondo de la nada impensada e impensable”. Muchas gracias, Doctor.