No tenía mucho que buscar en la ciudad de Nueva York. Hasta el inesperado momento, en que este diario me encomendó la infructuosa tarea de acercarme a la delegación argentina invitada a la cumbre de las Naciones Unidas, mi estadía se hacía algo monótona. Mi interés por la pintura, que es real, se agota luego de un paseo de no más de hora y media por un museo. Transcurrido ese lapso, mi corazón se agita y mi mente pierde cierto equilibrio indispensable para el disfrute del arte. Me convierto en un personaje de Miloš Forman. Atrapado, sin salida, atravieso volando el último molinete hacia la ansiada intemperie.
Me gusta transitar a paso vivo, por las salas en las que se exhiben las pinturas. Lo hago con el ímpetu del peatón que cruza la calle en una esquina porteña. Miro los cuadros de perfil, como si fueran autos o colectivos que pueden aplastarme si me distraigo. Luego, hago siempre lo mismo. Corro a saludar a los maestros de mi pinacoteca íntima. Voy al encuentro de Pissarro, Monet, Turner, Vermeer, y me dejo sorprender por algo inesperado. Esta vez fue un Picasso, Le Moulin de la Galette, del 1900, una deliciosa pintura expresionista cuando el movimiento aún no existía y el Two cheeseburgers with everything, del sueco Claes Oldenburg, de 1962, una maravillosa pintura que representa el sueño gastronómico norteamericano. Adquirí ambas y ahora decoran mi estudio junto a otras postales de mi pequeño museo doméstico.
La última vez que vine a Manhattan iba todos los días a la Biblioteca Pública de la ciudad. Es un coliseo marmolado con espacios diseñados para que el lector sueñe con levantar una carpa y estacionarse un par de meses embobado de modo borgiano. Me dediqué en aquella época a consultar textos para un libro sobre la amistad entre Edmund Wilson y Vladimir Nabokov. Esta vez, diez años después, me empeciné nuevamente en conseguir otro libro de Wilson fuera de circuito, Patriotic Gore, y buscar lo que pudiera encontrar del recientemente fallecido Tony Judt.
Fue una lucha sin desmayos que me permitó recorrer librerías por una buena parte de la isla, y hacer circular la adrelanina necesaria para no caer en la desidia y el aburrimiento. Soy un misionero, si no me dan una misión me la impongo. Mi vida necesita de un sentido, a la derecha o a la izquierda, arriba o abajo, pero jamás flotar. No pertenezco a la orden de los nenúfares ni soy un camalote.
En fin, de todas maneras me dejé llevar por la corriente, llamada esposa, que me sacaba cada mañana del búnker y durante una jornada laboral completa me obligaba a caminar sin descanso a la pesca de nuevas imágenes. Entre uno y otro paréntesis de esta larga marcha neoyorkina, me hice propietario de unos pocos libros que despertaron mi interés, y en algunos casos, mi entusiasmo.
La cultura no es siempre una instancia ruidosa. Con frecuencia se compone de voces apenas audibles, que se dejan escuchar en los intervalos de la moda, de los éxitos, de las promociones, de los congresos, de las ferias, y de los medios. Emiten sus palabras desde un puesto alejado del concurrido mercado. Las partículas que circulan desde este sitio apenas perceptible no son sonidos marginales. No los emiten personajes dueños del secreto de la noche. No se presentan con la seducción de los bordes. A este mundo intermedio, una especie de purgatorio ni marginal ni central, pertenece Tony Judt.
Los lectores del New York Review of Books lo conocíamos por sus frecuentes colaboraciones en la revista. Por mi parte, a pesar de haber leído con interés sus artículos sobre cuestiones de política internacional y sus análisis de la historia de la posguerra europea, no me había llamado la atención su contenido, o al menos no más que los sobresalientes escritores que conforman la redacción de cada número. Esto sucedió sin relieves hasta que se publicó hace unos meses la nota “Night”. Entonces me sucedió lo que supongo debe haberles sucedido a miles de lectores de este escrito, me refiero a la conmoción de leer que Judt nos manifestaba padecer una enfermedad degenerativa que lo iría paralizando gradualmente, y que moriría en poco tiempo. Agregaba que ya tenía los primeros síntomas de la fatal dolencia, que estaba inmóvil, pero que aún podía expresarse y dictar sus pensamientos. A lo largo de varios números nos fue contando su “noche”, sin describir sus dolores, sino evocando imágenes de su infancia inglesa, de sus compañeros de escuela, de su paso por la universidad de Cambridge, del ambiente cultural que conoció, al tiempo que dejaba alguna pequeña observación sobre la fase por la que pasaba su enfermedad. Si no recuerdo mal, su última nota antes de morir en el mes de agosto pasado, es sobre el poeta polaco Czeslav Milosz, un hombre al que admiraba por su talento, coraje y lucidez política.
Sorprendido en Nueva York por la noticia de su rápida muerte, triste por el final que tuvo, me dediqué a averiguar quién era este hombre que se había despedido de un modo tan delicado, intenso, tan entregado hasta el último momento a su labor, con una despedida de amor a sus seres cercanos, como lo hace en la dedicatoria de su libro recientemente publicado Ill Fares the Land.
Descubro así, una lectura que me propongo iniciar desde ahora ya que trata de un tema que me interesa especialmente. Tony Judt ha sido director del Instituto Erich María Remarque, fundado por la viuda del escritor de Sin novedad en el frente, y se ha especializado en la historia política de los intelectuales europeos, en especial del período de la entreguerra y de la posguerra europea. Dedicó varios libros al estudio de la labor de los intelectuales franceses como Albert Camus, Raymond Aron, pero también ha escrito páginas brillantes sobre Leon Blum, Primo Levi, Arthur Koestler, entre muchos otros. Es un extraordinario lector. Se lo puede disfrutar en su lengua original o en las escasas traducciones castellanas como la de su libro Pasado imperfecto. Su proyecto es el de pensar desde otra perspectiva el tema de la responsabilidad y del compromiso del intelectual en su tiempo y en su sociedad.
Para esto, sólo selecciono una categoría que usa con el propósito señalado: tangente. En este caso no se trata de irse por afuera, dispersarse sin rumbo o abandonar el terreno, de acuerdo a la expresión irse por la tangente, sino la de enriquecer la idea del intelectual en cuanto disidente. Figura con la que se inició el proceso de libertad frente a la tutela de las autoridades en la modernidad occidental.
Esta categoría Judt la emplea en la interpretación que hace del pensamiento de su amigo Edward Saïd, a quien percibe en una ligera posición “tangencial” respecto de sus afinidades. El intelectual palestino había escrito acerca de “la aduladora elasticidad respecto de su propio campo que desfiguró la historia de los intelectuales del siglo XX”. ¿Qué quiere decir ser tangencial respecto de las propias preferencias? ¿Qué significa que la labor intelectual no consiste en reforzar las convicciones del espectro ideológico elegido y batallar contra los adversarios o demonizarlos, sino la de inquietar con la verdad a los de su propio campo? ¿Qué tipo de acción y de actitud es la de quien lleva a cabo su batalla contra la canonización y la esclerosis de grupos politizados que dicen sostener ideales progresistas, que luchan contra el refugio del fraude moral instituido por los realismos, contra los silencios que custodian verdades incómodas en nombre de objetivos supuestamente sagrados? Los libros de Tony Judt, como The burden of responsability, enfocan este problema mediante ejemplos históricos.
*Filósofo (www.tomasabraham.com.ar).