El resultado de las jornadas electorales que culminaron el domingo 25 de mayo de 2014 en la Unión Europea ha confirmado, a grandes rasgos, las predicciones que las precedieron.
El fenómeno que va desde el populismo hasta la eurofobia, pasando por el radicalismo de derecha, se vio vigorizado. Los analistas hablan de “fuerte avance”, “auge” y hasta “terremoto” alrededor del euroescepticismo.
Por caso, uno de cada cuatro franceses se inclinó por la extrema derecha del Frente Nacional de Marine Le Pen, e hizo de esa agrupación la más votada con el 25% de las boletas, lo que le otorga un piso de 23 escaños en el Parlamento Europeo.
Oradora vehemente e hiriente (“eso de rezar en plena calle, como hacen los musulmanes, es como la ocupación nazi”), divorciada por duplicado, sucedió a su padre culminando una guerra fratricida en la que enfrentó al anterior dauphin, Bruno Gollnisch, que mordió el polvo rodeado por sus prosélitos (católicos tradicionalistas, racistas sin complejos y “marginales radicales”) a expensas de los acólitos de Marine, jóvenes, “modernistas” y “renovadores”. Sus arietes son el islam, el liberalismo, la UE, el euro y el “capitalismo cosmopolita”; sus rémoras, la tradición racista y xenófoba de su padre, y su “modelo”, un verdadero Aleph, un “punto que contiene todos los puntos del universo” populista, “obrerista” y nacionalista radical. Todo junto y revuelto.
La Le Pen, acaso por no haber leído a Séneca (“dos veces vence el que en la victoria se vence a sí”), no pudo consigo y declaró que “… Francia no desea ser dirigida desde fuera ni someterse a leyes que no ha votado ni obedecer a unos comisarios que no se han sometido a la soberanía universal”. Siguió de largo y exigió al presidente Hollande (ajado tercero en la compulsa) que disolviera la Asamblea Nacional y convocara a elecciones. Es más fácil empujar a la gente que guiarla.
El ausentismo –síntoma de indiferencia– no fue tan grande como esperábamos, y se mantuvo la concurrencia en los porcentajes del último evento electoral (como en 2009, 43% de emisiones), pero los resultados de Francia no se detuvieron en los límites de dicho país. Habrá que ver si, en perspectiva, la indiferencia es mejor o peor que la rabia.
Es cierto que los eurocríticos ocuparán sólo un poco más del 13% de los 751 escaños pero, por un lado, para los medios de comunicación masivos siempre lo truculento es más llamativo que lo consuetudinario, y por el otro, las disidencias tendrán influencia en la política europea a través de la incidencia que sean capaces de generar en los gobiernos de sus propios países.
Cruzando el canal de la Mancha, la esposa del británico Nigel Farage lo define eclécticamente, tras su victoria en las elecciones europeas (promedió el 30% de los votos): “No tiene un hueso de maldad en su cuerpo”; “se olvida de comer y se alimenta de adrenalina”; “antes jugaba al golf, últimamente se conforma (…) con salir a sacar el cubo de la basura”; y “bebe mucho y fuma mucho, pero no es racista”. El cartel antiinmigración que presentó (“26 millones de personas en Europa están en paro… ¿Y a quién le quieren quitar el trabajo?”) lo único que ratifica de las definiciones maritales es que, posiblemente, se alimenta de adrenalina y bebe mucho.
Dicho lo que antecede, el partido populista para la independencia del Reino Unido que lidera (UKIP) les arrebató el primer puesto a los conservadores, a los laboristas, a los verdes y a los liberales-demócratas, con una participación de apenas el 33% de los empadronados, el otro rostro del desdén por la Unión Europea como institucionalidad. En la práctica, esto rompe el tradicional bipartidismo (tories y laboristas), y lo coloca en posición expectante para actuar en el rol de árbitro, espacio dentro del que Farage disfrutó describiendo a su organización como: “El UKIP es el zorro que se ha metido en el gallinero de Westminster” (lugar en el que se reúnen las dos cámaras del Parlamento del Reino Unido). En la dimensión europea, Nigel Farage postula acotar el paso por las fronteras, y su antieuropeísmo es tal que, sumado a otras expresiones análogas, José Manuel Durão Barroso –el presidente saliente de la Comisión Europea–, dijo en una conferencia del Banco Central Europeo en Portugal que estaba extremadamente preocupado por el aumento del apoyo a los partidos antieuropeos en las elecciones, a las que llamó “el mayor test de estrés nunca antes planteado a las instituciones europeas”.
En lo que respecta al terremoto de los partidos antiestablishment que galopa por Europa, el panorama se completa con los siguientes datos adicionales. En Austria el FPÖ, partido de extrema derecha de Ulrike –la hija de Jörg Haider–, ofensivamente contrario a los inmigrantes, fue la segunda fuerza más votada, con un marcado crecimiento respecto de la última compulsa, por detrás del conservador OVP y por delante de los socialdemócratas. Tampoco le fue mal al extremismo en Hungría: Jobbik –Movimiento por una Hungría Mejor– alcanzó el segundo puesto; acusan a Israel de querer… “ocupar Hungría” (¡!). Por no hablar de Dinamarca, donde el ultranacionalista y xenófobo Partido Popular Danés obtuvo el primer puesto (23,1%).
Los europeístas respiraron en Holanda, que dio la espalda al grupo de extrema derecha de Geert Wilders, Partido por la Libertad, que postulaba erigir controles fronterizos para impedir el aluvión zoológico de trabajadores llegados de Europa del Este. En Italia, el Partido Democrático de Matteo Renzi se impuso al Movimiento Cinco Estrellas del estridente comediante Beppe Grillo, y en Luxemburgo, el partido democristiano de Jean-Claude Juncker obtuvo el 37,6% de los votos, lo que le permitirá disponer de tres de los seis asientos correspondientes al país. No sólo se trata de un partido marcadamente proeuropeo sino que, por añadidura, Juncker es un firme candidato a presidir la Comisión Europea que deja Durão Barroso.
El Partido Popular Europeo (PPE) es el principal partido de la Unión Europea, de centroderecha, nacido en 1976 del seno de los demócrata-cristianos, más adelante propenso a incluir a los conservadores y a otros nucleamientos a condición de que miraran desde el centro hacia la derecha. Su candidato a presidir la Comisión Europea –el “Ejecutivo”, al gestionar la labor cotidiana de poner en práctica las políticas y hacer uso de los fondos europeos– es, como se dijo, Jean-Claude Juncker, un político afable y de consenso, cuyo mayor exceso conocido fue haber “estrangulado” para una foto al actual ministro de Economía y Competitividad español, Luis de Guindos, en marzo de 2012. Bromista, de lenguaje directo, y ansioso por ser asociado a una preocupación por los problemas sociales, Juncker es en los hechos la cara más visible de las políticas asfixiantes que sofocan a los países del sur de Europa.
“¡No estoy de rodillas! Gané la elección”, declaró el lunes 26 de mayo, cuando supo que el PPE perdería algo menos de sesenta asientos, aunque retendría la mayoría del Parlamento con aproximadamente 213 miembros sobre 751. El 30 de mayo, en Ratisbona –en su tiempo centro político del Sacro Imperio Romano Germánico–, y por primera vez, la canciller alemana, Angela Merkel, dio un apoyo explícito a la candidatura de Jean-Claude Juncker como futuro presidente de la Comisión Europea. El británico David Cameron y el húngaro Viktor Orbán trabajan para bloquear la candidatura del favorito.
En Ucrania, mientras tanto, fue elegido presidente el rey del chocolate, Piotr Poroshenko, que vela las armas para sofocar las revueltas de los separatistas prorrusos del Este, mientras sus fuerzas preparan un asalto sobre Sláviansk para el 4 de junio. En Colombia, el candidato del ex presidente Uribe (Oscar Iván Zuluaga) espera la segunda vuelta tras ganarle al presidente Santos la primera. En Egipto, 11 meses después de la destitución del único presidente civil, Mohamed Mursi, y con 96% de los votos, ganó el ex jefe del ejército Abdel Fatah al Sisi.
Pero, como solía decir Rudyard Kipling, ésa es otra historia. Demasiada dosis de urnas foráneas para un domingo por la mañana.