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Usureros de la felicidad

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Antes de la boda, mi hija entregaba sobres repletos de dinero: a los proveedores de mobiliario, a los de la cocina, a los siniestros inspectores de Capif y Sadaic (curiosamente, esas asociaciones de buitres cobran en efectivo, como los vendedores de droga y probablemente por la misma razón). La novia estaba de blanco, ellos blanquearán después. Dije en su momento (la emoción no me dejaba hablar): “No vengo acá a cumplir con la obligación milenaria del padre que entrega a su hija a un clan extraño para garantizar la supervivencia de la cultura. Vengo aquí, junto con ustedes, como testigo privilegiado de un amor que hoy se transforma en instituto matrimonial.

¿Cuántos amores se pueden tener a lo largo de una vida? Dejo de lado los arrebatamientos, que nunca sabemos exactamente cómo interpretar: amores frustrados, sin historia y, por lo tanto, sin destino y, sobre todo, sin tiempo. La diferencia radical entre el amor y el arrebatamiento tiene que ver con esa perspectiva temporal: no tanto que el amor va a durar muchos años, todos los años (mientras que el arrebatamiento es instantáneo), sino que el amor ya ha durado demasiado y en cada uno de sus instantes existe su historia entera. Todos sabemos, porque el amor no es sólo una intensidad interior, sino algo que sucede en círculos de sociabilidad, cuánto amor hay entre Eugenia y Guillermo. El la necesita a ella como la Luna necesita de la poesía para brillar en la noche, y ella lo necesita a él como el viento necesita de los árboles para soplar suavemente su música. Eugenia es carne de mi carne y sangre de mi sangre. Guillermo, no. Pero hoy no sabría decir cuál es más propio y cuál es más ajeno, porque juntos armaron una unidad indestructible.

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“Yo no sería yo, sin embargo, si no les lanzara a los dos esta amenaza: sean fieles y verdaderos el uno con el otro, crezcan juntos, trátense bien, cuídense, usen la imaginación para salvarse del tedio matrimonial porque, de lo contrario, mi espectro se les aparecerá como humo negro, como un gigante demente, y les arrancará nervio tras nervio. No dejen de sostener el amor que se tienen hasta el fin de los tiempos, porque ésa es la única inmortalidad que ustedes y yo podemos compartir, queridos míos”.    

Después de la boda, subí un videíto muy casero a YouTube, para poder mandarlo a mis amigos. De inmediato se me advirtió que infringía no sé qué reglas de copyright, porque se escucha un tema musical mientras ella baila.
Mi hija ya está de viaje y no puedo pedirle el recibo de Capif y Sadaic (si acaso se lo dieron), para demostrar que pagamos los derechos correspondientes a esa propalación de basura industrial y vigilada. Una pena que un acto de puro amor se transformara tan de repente en una miserable extorsión. Pero a lo mejor es una advertencia: Lasciate ogni speranza.