Cada ola de frío, cada ola de calor, cada revoque de fatalidad desprendido del desastre económico-social, revela la inoperancia del Estado –o su sadismo flotante–. Los clubes de fútbol cubriendo las omisiones de un Estado en campaña electoral son un claro ejemplo de escenario apocalíptico: miles de refugiados que en su interminable caída dejan de estar incluidos en el cálculo electoral y son abandonados.
Si el escenario se combina con un apagón generalizado, casos de violencia pública cotidianos –como el de un karateca martirizando a golpes a un taxista anciano–, igual que en un estado de anarquía, resulta inverosímil que Macri tenga posibilidades de ser reelecto. Aunque tal vez para buena parte de la población la anarquía aporte una cuota de masoquismo necesaria y ser gobernados por un cínico resulte excitante.
Entre los recientes testimonios de refugiados por el frío, estaba el de un pianista. Gracias a su don, esa noche polar en el estadio River Plate salió de la calle: el caso llegó a oídos del presidente de Defensores de Belgrano, que lo rescató. Por supuesto que el caso tiene matices, pero un poco grafica la cercanía del abismo para la clase media. Salvando las distancias dramáticas, el caso me recordó el de la película El pianista, de Roman Polanski. Y me remontó, a la vez, a una tarde de verano a fines de los 90, en la plaza del mercado de Cracovia, donde en las escalinatas de un monumento un grupo de homeless jugaba al ajedrez. Se turnaban para sacar del tablero a un hombre que pese al calor llevaba sobretodo raído. Miraba las piezas inmutable. Cada tanto un gesto, o más bien un tic, contagiaba una milimétrica vibración a su barba blanca y raída. Movía las piezas automáticamente, sin darle aire al rival. Era más atemorizante la velocidad con que movía sin pensar que las combinaciones inesperadas. Los jugadores pasaban. La mayoría, en la mitad de la partida, abandonaba. El hombre despedía a sus rivales llevándose la mano a la visera de la gorra de baseball que lo protegía del sol. Di una vuelta y al volver observé que los adversarios seguían pasando. Me acerqué a hablar con varios curiosos. Uno y otro, como si se hubieran puesto de acuerdo para guardar un secreto, me contestaban que no hablaban inglés deteniéndome con una mano. Finalmente, uno que no parecía tan atento a la partida me comentó que el hombre vivía en la plaza y en invierno en un asilo del Estado, y que tenía problemas psiquiátricos. Hablaba poco y los lugareños hasta hacía poco solo sabían que se llamaba Adam, que había desembarcado en Normandía como soldado inglés voluntario cuando tenía 20 años, que había abrazado el comunismo y había vivido en Polonia, enamorado de una mujer.
Desde cuándo vivía en la calle era difícil de determinar. Algunos decían tres años, otros cinco, los más pesimistas remontaban la presencia de Adam a diez años atrás, cuando había caído el muro, aunque no podían afirmarlo con seguridad, ya que la indigencia por entonces se había vuelto plaga. Solo unos meses antes, gracias a la visita de un turista inglés anciano que se detuvo a jugar, pudo saberse algo más: que Adam había sido campeón juvenil de Inglaterra a principios de los 40, y que después de la guerra, como sucedió con muchos otros talentos, no se supo nada de él y fue dado por muerto. En los clubes de ajedrez de Londres todavía se estudiaban sus partidas como si fueran partituras.