“En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante.”
De Utopía de un hombre que está cansado (El libro de Arena, 1975), Jorge Luis Borges (1899-1986)
Así como para ejercer la frivolidad más exquisita se requiere un mínimo de cultura, para convertirse en un eficiente mayorista de humaredas es clave el esfuerzo, la creatividad y una dedicación absoluta. Lejos estoy de coincidir con esa idea políticamente correcta: “vender humo es no trabajar”. Al contrario, señores. Construir con fina paciencia de artesano una realidad paralela que disimule la falta, multiplique la virtud, seduzca a las masas y eleve la autoestima hacia cumbres inexploradas, no es moco de pavo. Requiere una dedicación absoluta y alta vocación de poder. No es para cualquiera.
Ricardo Caruso Lombardi, el Isidorito Cañones de los técnicos, es el clásico porteño entrador; un chanta simpático lleno de humor, picardía criolla, salidas italianas y lloriqueos preventivos. Fue un jugador del montón y exitoso técnico ganapán del ascenso hasta su llegada a Argentinos Juniors por recomendación de Maradona. Allí armó un curioso equipo con talentosos marginales y le fue bárbaro, aunque se fue mal, sorpresivamente, peleado con todos. Una costumbre que prolongó después en Rosario, con Newell’s.
Tiene fama de arreglarse con poco y sacar puntos. A la sencillez de esos talentos le sumó un efectivo marketing personal que lo convirtió rápidamente en un personaje ideal para los medios. Caruso nunca dice no. Habla. Habla. Habla. Promete, ríe, posa, teoriza, dramatiza, divierte. Los dirigentes de Racing lo esperaban lapicera en mano para firmar el contrato mientras él seguía su gira por los canales, explicando su táctica infalible para salvar al club del descenso. Cuando llegó al primer entrenamiento ya era, para los jugadores y los hinchas más fieles, una especie de elegido. Un salvador. Veremos cómo sigue su historia en el club más melancólico del mundo, más allá del partido de ayer.
Cristian Fabbiani se hizo conocido por su tamaño, su travesura de festejar goles con la careta de Shrek, sus breves exilios en tierras lejanas luego de infantiles expulsiones y su romance con la chica que juró haber pasado la noche con Robbie Williams, una vez. Exótico caso de delantero grandote pero con habilidad, aunque todavía esté lejos de Zlatan Ibrahimovic, por ejemplo.
Hace pocos goles pero impone su carrocería. Aguanta, choca y, sobre todo, compra a todos con su enorme voluntad. Es hincha de River y se preocupa por hacerlo notar. ¡Bingo! La gente, tan huérfana de mitos por culpa del alcohol, el almanaque y la apatía que contagia el insólito “fenómeno yo-yo” –jugadores que van y vienen, se van de nuevo y regresan para volver a irse–, lo hizo ídolo en tiempo récord. Fue amor a primera vista. Pocos minutos, un gol, caretas, canciones... Chau: ¡ogromanía!
En la era de la comunicación masiva, la gente se acostumbró a creer solo la verdad que exhiben los medios. La palabra santa, más allá del bien y el mal, de lo bueno y lo muy berreta. Fabbiani y Caruso están en la tele y se los nota dispuestos a todo para quedarse allí; a vivir, si les da el cuero. Disfrutan. Flashes, camionetas, “Bailando por un sueño”, los cubiertos de Mirtha o el living de Susana; ¡Esperanto, y con permiso de Pipo! En fin, lo máximo.
¿La sola rotunda presencia de Fabbiani pudo haber cambiado tanto a River? Sí. La ingenuidad de pensar que alguien puede ganar partidos como si fuese Maradona estando al 50% de su estado físico se vuelve menos inverosímil si uno percibe que los primeros en creerlo... ¡son los rivales! Lo mismo sucede con la pócima secreta del pequeño hechicero Caruso. En un fútbol achatado a golpes por la crisis, la diferencia la hace el estado de ánimo; y en ese terreno, el pensamiento mágico que uno y otro imponen en un mercado sin oferta es clave. Ellos lo prometen y ¡zas! sucede. Magia. Funciona, al menos por un tiempo y mientras mantengan la frescura de la sorpresa.
Muhammad Ali lo hizo siempre, pero cuando el humo desaparecía lo que quedaba a la vista era su genio, nada menos. Lo mismo pasaba con Dalí, Kinski, Nureyev o Capote. Salvando las distancias, Chilavert y Gatti al menos han tenido con qué defender sus desparpajos. ¿Entonces? ¿Qué queda para el hijo de la cocinera y el técnico que llegó del subsuelo? ¿Acabarán ambos como Cenicientas después de las 12? ¿Será tan dura la caída, o su brillante éxito condenará a la burla eterna al autor de estas líneas? ¿Son, nomás, dos mentiras con buena prensa?
Seré claro: creo que Fabbiani puede ser un 9 fantástico. Si baja ocho o diez kilos sin perder potencia y se dedica a vivir de día hasta podría hacer una carrera seria en Europa. Mientras tanto, acá, le sobra; no me sorprendería verlo en andas, dando la vuelta olímpica con River. Más feliz seré, claro, si Carusito consigue sacarle agua a las piedras y salva del abismo al amado Racing. ¿Por qué no? En cosas más inverosímiles hemos creído los hombres a lo largo de la historia.
Al fin y al cabo, compatriotas, que un par de vivillos con ambición triunfen en este país sin hacer demasiado daño a los demás es, a esta altura de las crisis, como una luz de esperanza; un signo, casi una bendición de Dios.