Sobre gustos no hay nada escrito, dice el refrán, y sin embargo no hacemos otra cosa más que
escribir sobre lo que nos gusta. Sesudos estudios de mercado nos informan cómo los hábitos de
consumo crean subjetividades (parece que la gente que compra fideos frescos tiene una forma de ser
muy diferente de la que compra fideos secos), todas las semanas sale algún producto con la palabra
“nuevo” impresa en el paquete, y la publicidad nos explica que ahora las cosas
cambiaron para siempre (“¿Viste que ahora hay un nuevo lavavajillas multiuso
desnuclearizado?”). Sobre gustos no hay nada escrito, es cierto, pero hay uno que me es
incomprensible: la playa.
No logro entender qué le ven, qué placer sienten los millones de personas que en todo el
mundo se van de vacaciones a la playa. Yo fui a la playa unas tres o cuatro veces en mi vida, la
última hace casi veinte años. Quise leer un libro, de repente vino un viento y el libro se llenó de
arena, las tapas se doblaron; nunca pude sacar la arena del todo, y el libro quedó hinchado, como
inflamado. Era una playa llamada Sauce Grande, cerca de Monte Hermoso, y los lugareños me decían
“Sí, es algo ventosa”. ¿Algo? Por poco se vuela toda la arena (eso no hubiera estado
mal, por cierto: en vez de una playa ahora sería un parking asfaltado, con comodidades como
corresponde). Otra vez fui a una playa donde no había viento. Era en Italia, en un pueblito
hermoso, al sur de Génova. Nunca tuve tanto calor en mi vida. Escondidos debajo de la sombrilla
–éramos cuatro– no había tanta sombra para todos, así que siempre alguien tenía que
quedarse un poco afuera; la cabeza a la sombra, pero las piernas al sol. Casi naturalmente buscamos
un esquema rotativo, primero era el turno de uno, luego del de otro, y así sucesivamente. Cuando
llegó el mío, me hice el distraído (¡lo único que me faltaba era tomar sol!) y tuve que soportar
que la novia de mi amigo le dijera, por lo bajo, que yo era un egoísta.
Cuando era chico, durante la dictadura, veía los programas de verano, como Una ventana al
mar, con Juan Alberto Mateyko. Palito Ortega cantaba canciones como “Me gusta el mar/tengo
alma de marinero/soy un poco aventurero/y otro poco soñador”, las vedettes de entonces (las
chicas de Olmedo) mostraban sus bikinis importados, y se entrevistaba a artistas oficiales, como el
Pato Carré. En uno de esos programas también lo vi a Menotti. El estudio estaba montado en la
rambla de la Playa Bristol en Mar del Plata, y el escenario estaba repleto de gente, a pleno sol,
al mediodía, al aire libre. Iban con banderas con consignas para sus amigos, aplaudían a rabiar, y
todos parecían estar felices. Pensemos por un segundo en esto: estar en verano al mediodía, al aire
libre, parado durante horas para escuchar a cantantes como Palito Ortega, Sergio Denis o Tormenta;
así, día tras día, es una verdadera locura. ¿Entonces por qué lo hacían? ¡Sólo para no estar en la
playa!
Quiero decir: la playa en verano. En cambio en otoño, incluso en primavera, la playa tiene un
encanto único; la melancolía de la bruma y las gotas de agua de mar en el rostro. Los pies con
zapatillas, obvio (la ojota es un invento maléfico), la respiración profunda y la seducción
intacta. Y, sobre todo, vacía. La playa vacía. Sin nenes que lloran, sin partidos de vóley, sin
heladeros, sin restos de choclo, sin ardor en el cuello, sin protector solar, sin muchedumbres
ansiosas. La playa en otoño es sólo comparable al verano, a las noches de verano, claro.
Como escribe Dickens en La familia Tuggs en Ramsgate: “Las señoras hacían punto o leían
novelas. Los señores recorrían con la mirada los periódicos y revistas. Los niños, con palas de
madera, cavaban hoyos en la arena que el agua rellenaba. Las criadas, con los pequeños en sus
brazos, corrían hacia las olas, se retiraban después, y las olas corrían tras de ellas; de vez en
cuando, salía un barco cargado de alegres y charlatanes pasajeros, o entraba otro repleto de gente
silenciosa que parecía encontrarse claramente mal”.