Si se acepta una postura intuitiva según la cual las palabras sirven para nombrar la realidad, cada entrada de diccionario (es decir, todo término que el diccionario lista alfabéticamente) suele ofrecer a su derecha una definición que la explica con nitidez. Muchas personas creen que las palabras que no están en el diccionario no existen y, consecuentemente, tampoco existen las realidades que esas palabras nombrarían.
En las últimas semanas, hemos venido escuchando un término que el Diccionario de la lengua española (accesible en el sitio www.rae.es) no registra: default. En efecto, la palabra default, que se toma del inglés, no aparece en los diccionarios comunes pero sí en los especializados en economía. Su definición, como seguramente ya sabemos todos los argentinos a esta altura, alude a la circunstancia por la cual el deudor no tiene efectivo para hacer frente a una deuda en la que está comprometido con un acreedor.
Se sabe, sin embargo, que la Argentina es un país entreverado y siempre difícil de comprender. Es por eso que, aunque se admita que la palabra existe fuera de los diccionarios comunes y que pueda existir también la realidad que la palabra nombra, aunque se la use en frases (“Es una pavada atómica decir que hoy entramos en default”, como dijo el ministro Axel Kicillof) y se la conjugue como un verbo (“Argentina no va a defaultear su deuda reestructurada”, como afirmó la Presidenta), aunque los especialistas la expliquen con detalle por todos los medios argentinos gráficos y electrónicos, lo cierto es que no sirve para nombrar lo que está pasando efectivamente. Porque si a la derecha de la entrada default el diccionario económico dice con precisión “incumplimiento de una obligación especial, en particular de pagar lo debido por un préstamo”, parece bastante claro que la situación por la que está pasando la Argentina no se ajusta a esa realidad: lo que se dice pagar, la Argentina pagó.
La novedad reside en que, incluso concretado el pago, los acreedores no cobraron. Un juez, en el otro extremo del continente, impide el cobro de los acreedores. Entendiendo que la obligación de la que se habla aquí estipula una relación de dos polos, el deudor y el acreedor, la realidad efectiva que puede verificarse en este caso es que la obligación se cumplió en uno de los polos (el emisor), pero no en el otro (el destinatario). Es decir que, en definitiva, la palabra default no sirve para describir la realidad en la que está inmersa la economía nacional.
Esto provoca, claro está, que los técnicos busquen un término apropiado para endilgarle a la derecha la definición que calce con la realidad objetiva. Así, se está hablando por estas horas de default técnico, de default temporario y hasta de default selectivo, creaciones ad hoc que no admiten el consenso mínimo requerido por la más básica instancia lexicográfica. Y que soslayan el verdadero conflicto, el desconcierto en el que nos sume un fallo que se pone, a todas luces, del lado de los intereses usurarios. ¿Cómo sigue todo esto? ¿Cuáles serán las consecuencias?
Muy frescas están las imágenes de diciembre de 2001, aunque nada augura que vayan a reeditarse. En todo caso, no parece ocioso que Cristina Fernández de Kirchner haya elegido hacer anuncios de incrementos para los jubilados justo el día en que termina el plazo para no entrar en default. Y que haya preferido recordarnos que “comienza el mes de agosto y así, sucesivamente, seguirá la vida”. Y que haya observado que “impedir que alguien cobre no es default”, entonces, avisó, “van a tener que inventar una palabra”.
Ojalá que así sea: que se invente la palabra justa para que los países no puedan quedar nunca más a merced de los especuladores abusivos.
*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.