Rodolfo Walsh, en Variaciones en rojo −un cuento soberbio−, escribió: “… Sabe por propia experiencia que hay vidas que son peores que cualquier género de muerte”.
“No puedo presentarme”, dice una activista, sin hablar también “de mi ciudad, Alepo; las dos nos parecemos: desgastadas, agotadas, llenas de fuego (…). Alepo es la segunda ciudad de Siria. Su población era de cinco millones de personas. No estoy segura de cuántos todavía se quedan y cuántos refugiados de otros sitios se trasladaron a vivir aquí”.
El martes 17 de junio, ante el Parlamento, Bashar Hafez al-Assad jurará como presidente de su país por un nuevo período (siete años, tercer mandato) y dará un discurso cuyo tema principal girará alrededor de la reconstrucción de Siria. En las elecciones del 3 de junio votaron 11,6 millones de ciudadanos sobre un total de 15,8 millones habilitados (74,4% de participación); según el Tribunal Constitucional, Al-Assad obtuvo el 88,7% de los votos.
Poner la “cuestión siria” en números apenas permite el beneficio de la perspectiva. La guerra civil lleva tres años y no tiene su final a la vista. El gobierno controla el 50% del territorio; una constelación de grupos rebeldes se reparte el resto.
Entre ellos se destaca el ISIS (Estado Islámico de Irak y el Levante), cuyo líder es Abu Bakr al-Baghdadi y que en 2004 prometió adhesión a Al Qaeda. Su crueldad hacia los “infieles” y su implacable seguimiento de la Jihad es argumento para reclutar islamistas extranjeros y pretexto para que Al-Assad sostenga que, si fuese depuesto, los que vengan lo harán mejor gobernante por contraste.
Se dice que hay dos mil extranjeros combatiendo en Siria (algunos diarios franceses dicen que sólo de esa nacionalidad hay más de mil; para otras fuentes, Bélgica tiene la primacía al ser considerada la cuna del yihadismo europeo, delante de Francia, Dinamarca o los Países Bajos).
La guerra ya se ha cobrado 200 mil muertos, 130 mil detenidos desaparecidos, 4 millones de desplazados dentro de Siria y 3 millones de refugiados en otros países.
En marzo de 2011, una revuelta popular generada por la sed de democracia e influida por la denominada Primavera Arabe salió a las calles de la ciudad siria de Dera’a, cercana a la frontera con Jordania. Escribe Marcell Shehwaro en Global Voices: “Me sumé a las protestas... me acuerdo del sentimiento de euforia, mezclada con preocupación... miedo y vergüenza en la garganta mientras cantaba ‘¡La gente quiere derrocar el régimen!’. Durante una de las protestas, una lluvia de balas de las fuerzas de seguridad del régimen empezó a volar sobre nosotros y la gente a mi alrededor se puso a correr”. Todavía corre la gente y las balas vuelan.
El tiempo también corre, y no a causa de las balas: “Una cosa eternamente repetida pierde realidad”, anotó Walsh en Variaciones en rojo. Y sin embargo, hay repeticiones que convocan a las realidades menos bienvenidas.
El 24 de mayo –un día antes de las elecciones europeas– cuatro personas eran baleadas con un rifle Kalashnikov en el Museo Judío de Bruselas.
El primer ministro israelí, Netanyahu, bramó contra lo que para él es “muestra del incremento del antisemitismo” en Europa; reclamó “tolerancia cero” contra ese odio que sufren los judíos. Días más tarde, cuando regresaba a Marsella desde Amsterdam en ómnibus, en un control de rutina y por casualidad, fue detenido un francés de origen marroquí, Mehdi Nemmouche, de 27 años. No tardó en ser vinculado con el atentado.
Marine Le Pen, presidenta del Frente Nacional (de derecha extrema) y eurodiputada, tampoco le dio tiempo al tiempo. “El gobierno es incapaz de proteger a los franceses”, descubrió. “Por razones ideológicas no quieren tomar razón de este peligro, de este fascismo verde que sigo denunciando”, machacó. Propuso restablecer el control fronterizo dentro de la zona Schengen, acabar con la inmigración ya que el desarrollo del fundamentalismo islámico copia exactamente su curva y crear prisiones “para esa clase de gente”.
Un tributo a Dama sofisticada, de Duke Ellington.
Al mismo tiempo, el 8 de junio se conoció un video en el que, aludiendo al cantante Patrick Bruel –judío–, Le Pen padre (Jean-Marie) comenta en forma jocosa: “Haremos una hornada la próxima vez”. Si pretendió causar gracia, suscitó indignación hasta en la actual pareja de su hija, Louis Aliot, quien estimó que si el fundador del FN “usó la palabra ‘hornada’, es algo políticamente estúpido e indignante”. “Juntitos, juntitos, juntitos”, como cantaba el tema principal de La familia Falcón, la telenovela ícono de los 60.
El francés de origen marroquí Mehdi Nemmouche pasó su infancia en institutos de acogida, lejos de su familia, fue preso siete veces por delitos comunes, terminó captado en la cárcel por redes radicales, adquirió experiencia en combate participando en el ISIS de Al-Baghdadi (capacitación incluso mayor que la de muchos militares de la OTAN) contra Al-Assad y se transformó de delincuente común en fanático religioso capaz de ametrallar a dos turistas israelíes, un francés y un belga. Apto para manejar armas y explosivos, con pasaporte europeo y un sentido más allá de su vida, el modelo actúa solo y no necesita más que un blanco de amplia repercusión mediática. Al-Assad sólo necesita señalarlos con el dedo para que Occidente comprenda que las atrocidades del presidente sirio son en primera (y principal) instancia lejanas, para dejarlo proseguir con ellas.
En tanto, una sigilosa ronda de influencias extranjeras se filtra dentro del país y gotea en su interior, llegando hasta los túneles, modalidad bélica inspirada en crónicas medievales. En el lado occidental del frente este de Damasco está la entrada a la ciudad subterránea que, como la de superficie, tiene sectores donde predomina el Ejército regular sirio y otros donde manda la asonada insurgente. Según el diario español El País, el gobierno asegura que la maquinaria de perforación rebelde es sofisticada (“made in Germany”), para culminar explicando que “ésta no es una táctica de guerra siria, lo cual demuestra que los insurrectos vienen de afuera”. Y afueras hay muchos. Julio Verne habría disfrutado si hubiese sabido de estos viajes por debajo de la tierra.
Estados Unidos, usando una vez más la muletilla de “la hoja de ruta”, se pone apropiadamente al volante de la negociación sobre el programa nuclear iraní, pero los ayatolás no sólo tienen su mirada estratégica en el uranio y el agua pesada. A pesar de que la revolución iraní es chií y de que el 75% de la población siria es suní, el alauí Bashar Al-Assad (que representa en términos religiosos el 12% del total) es favorecido por los persas por ser los alauíes una secta del tronco chií, lo que explica también el respaldo del Hezbollah de Hasan Nasralá desde el Líbano. Este dirigente, tras el triunfo electoral de Al-Assad, pide parar “el baño de sangre” y negociar a partir de un punto no negociable: cualquier solución política “empieza y termina” con el presidente reelecto. “Todos deben reconocer que la guerra no les permitirá tomar el control de Siria”, añadió Nasralá.
De que Rusia experimenta un amor estepario por el oftalmólogo (Assad lo es) que se soñó hombre de mundo y no carnicero en Damasco da cuenta el material bélico acumulado del lado del Ejército sirio en los túneles sobre los que se esparce la liviana arena.
En Variaciones en rojo, Walsh escribe que “en lo alto de un edificio situado a través de la calle, una celeste liebre luminosa moría a intervalos regulares bajo el rayo de neón de un cazador azul. Y un reflejo de esa muerte repetida animaba las baldosas rojas del patio”. Semblanza de una jornada siria. Pero, como ha dicho el director de la Cruz Roja –Yves Daccord–, “lo más grave es que en Siria ya nadie tiene esperanzas”.
A veces sí y a veces no; es sabido que la esperanza es inconstante. “Como una de las pocas mujeres sin velo en un ambiente humilde y conservador, entre personas muy buenas pese a la violencia del ambiente, algunas veces sufro de una soledad abrumadora. Vivo con el miedo constante a ser secuestrada. Algunas veces lo soporto, pero otras veces me desplomo, agotada” (Marcell Shehwaro).