El affaire Vargas Llosa está que arde. Una semana más tarde de su estallido ya tenemos una orden presidencial, una carta de retractación y la opinión oral, escrita y televisada de varias docenas de escritores, intelectuales, periodistas y afines, para no hablar de los bloggers. En poco más de un mes sabremos si el escritor es víctima de un escrache en la Feria del Libro, como los que sufrieron el año pasado Hilda Molina o Gustavo Noriega. Quienes aconsejan moderación a los repudiantes lo hacen por meras consideraciones tácticas: Vargas Llosa sigue siendo un “militante orgánico de la derecha transnacional” aunque sus posiciones a favor del matrimonio igualitario, el aborto y la despenalización de las drogas lo harían expulsar inmediatamente de cualquier tea party y su oposición a las dictaduras y al colonialismo (incluyendo al de Israel en Palestina) lo convierte en un derechista que está más a la izquierda de quienes hoy siguen apoyando a un asesino delirante como Kadafi y a sus amigos latinoamericanos.
Para mayor bochorno de nuestra burocracia, el rechazo a Vargas Llosa tiene antecedentes. En 2004, cuando él no era Premio Nobel ni Horacio González era director de la Biblioteca Nacional ni su actual superior, Jorge Coscia, era secretario de Cultura, Vargas Llosa fue elegido presidente del jurado en el Festival de San Sebastián. Coscia, entonces presidente del Incaa, se opuso mediante una carta muy similar a la que ahora envió González a la Feria del Libro. Allí hacía constar su sorpresa por la designación, declaraba al escritor como “perpetuo defensor de los intereses que han sumido a millones de latinoamericanos en la pobreza y la exclusión” y cuestionaba su posición respecto de la financiación del cine por parte del Estado. No contento con ser un adelantado de la persecución oficial a Vargas Llosa, Coscia lo acusa hoy de “oponerse a las industrias culturales”, como si el escritor peruano fuera un discípulo de Theodor W. Adorno.
La frase, de todos modos, parece un poco oscura y voy a tratar de aclararla. Hace unos días, en la inauguración de Pantalla Pinamar (un festival irrelevante que también financia el Estado), Liliana Mazure –presidenta actual del Incaa– anunció que la diputada Diana Conti (la misma de la “Cristina eterna”) presentará en breve una nueva ley ante el Congreso por la que el cine será declarado “industria” y los grandes productores podrán, por lo tanto, hacerse acreedores a nuevos beneficios fiscales y subsidios como exportadores e importadores. En la misma semana, trascendió que Mazure le había acercado al director Adrián Caetano un proyecto de documental sobre Néstor Kirchner, producido por dos conspicuos dirigentes ultra K, que contará con guión del filósofo K Ricardo Forster y la colaboración de la hija K Florencia Kirchner. El documental, a estrenarse antes de las elecciones, ayudará seguramente a que Néstor se haga eterno en el cielo mientras su viuda lo hace en la Tierra.
Supongo que Vargas Llosa impugnaría ambos proyectos, ya que llevan la impronta simultánea de la obsecuencia, de la cercanía con el poder y del negocio privado financiado con dinero público a partir de una coartada ideológica. En este caso se trata de la defensa y difusión de la cultura nacional, un argumento que sirvió como única justificación para muchas películas financiadas por el Incaa durante la era Coscia y para toda suerte de atrocidades que se acometen a diario. Detrás de la voluntad de que “el discurso de Vargas Llosa caiga en el vacío” hay más que una disputa de ideas: se ve también la intención de que ningún liberal venga a interferir con los negocios de una nueva burguesía cultural articulada con el Estado y cuyo lema podría ser: “A mayor militancia, mayor subsidio”.