Como es sabido, Venezuela atraviesa una dura situación económica y social, con un alto índice de pobreza, elevada inflación, instituciones débiles y violaciones sistemáticas de derechos humanos. No es que los argentinos debamos enorgullecernos de disfrutar de un escenario radicalmente diferente, pero el caso venezolano representa, lamentablemente, un extremo en ese sentido.
Esta situación invita a reflexionar sobre sus causas, lo que a su vez obliga a preguntarse por qué un país con tanta riqueza natural y potencial entre su población puede estar viviendo ese drama. La respuesta es simple: si no tenemos ventajas naturales, podemos salir adelante con buenas instituciones. En cambio, cuando el marco institucional es defectuoso, no hay reserva petrolera que pueda salvarnos.
Las falencias en el diseño institucional de los gobiernos llamados “populares” son el resultado de, entre otras cosas, lo que el economista Friedrich Hayek llamó “la fatal arrogancia”. Su soberbia los ha llevado a creer que son tan poderosos que hasta pueden crear riqueza. Entonces no les importó atraer inversiones ni brindarle las comodidades necesarias al sector privado para que pudiera producir sin obstáculos y generar empleo. Han anulado la creatividad de pequeños y medianos empresarios mediante regulaciones insuperables, cargas impositivas abrumadoras y controles de todo tipo. Ignoraron que, si el sector privado no produce, la riqueza no caerá como maná del cielo. Olvidaron que los ciudadanos no crean, emprenden ni producen cuando hay una elite privilegiada que usa al gobierno como instrumento de saqueo para explotarlos.
Aquellos gobiernos también creyeron que eran los indicados para decidir qué deben producir los particulares y qué precios cobrar, como si las preferencias de millones de personas pudieran resumirse en una reunión de ministros en un edificio del gobierno. Mao Zedong, por ejemplo, decidió a fines de los 50 que China debía industrializarse. Entonces obligó a los campesinos a abandonar sus actividades y construir hornos para fundir hierro, lo que contribuyó a generar muertes por hambruna de proporciones genocidas. Uno de los grandes aportes de Hayek fue notar que los precios de un mercado transmiten información que permite satisfacer necesidades mejor que cualquier plan económico estatal. El vio que el conocimiento necesario para que haya prosperidad no consiste en generalizaciones explícitas que puedan anotarse en un pizarrón, sino que se expresa en decisiones tomadas por los comerciantes y profesionales de cada rubro sobre la base de circunstancias cambiantes a las que el agente tiene un acceso directo que les está vedado a los gobernantes. Es el dueño de una pizzería cerca de un estadio de fútbol quien sabe cuántos productos debe tener disponibles cada domingo, y a qué precio cobrarlos para, pudiendo compensar los costos que asumió, no perder clientela por cobrar más caro que otros. No hay funcionario que pueda recopilar toda esa información si se la multiplica por millones de casos.
Por otra parte, tales gobiernos han obligado a la gente a interpretar la realidad como un campo de batalla entre buenos y malos. En ese campo de batalla, naturalmente, no hubo lugar para la división de poderes, la igualdad ante la ley, la periodicidad en los cargos ni la administración honesta de los fondos públicos. Esta visión agonista hizo pensar que era más importante el triunfo en una supuesta guerra que el progreso.
Comete un gran error quien piense que los países más prósperos tienen ciudadanos más capaces. Es en el diseño institucional donde está la explicación. La gente más capaz puede conformar el pueblo más pobre si sus leyes no la dejan progresar.
*Profesor investigador, Escuela de Derecho, Universidad Torcuato Di Tella.