Los hechos que suceden en Venezuela y Ucrania son espejos en los que nuestro país puede mirarse. Por supuesto que más en el primero que en el segundo.
Más allá de las diferencias que separan la historia, la geografía y las lenguas de estos países, los dos viven un fenómeno que los acerca. Los antiguos griegos lo llamaban stasis. Se trata de la guerra civil.
A diferencia del polemós o guerra tradicional, cuando estalla la lucha fratricida entre los habitantes de una misma ciudad o polis sobreviene la catástrofe y nada queda en pie.
Mientras en la guerra convencional se respetan reglas, como la de que un monarca no puede invadir un territorio cuando tiene de huésped a su regente, en la stasis todo se permite. Es la anarquía en la masacre, se degüella a civiles, se violan mujeres, se asesinan niños.
Esto no quiere decir que en el caso de los dos países referidos se vayan a cometer estas atrocidades, pero tampoco se tienen garantías de que este tipo de exterminación de personas y de demolición de bienes no pueda acontecer jamás.
Hace poco y también en nuestros días, sin evocar los genocidios del siglo XX, desde Bosnia a Sudán y Damasco acontecimientos de destrucción masiva entre habitantes de una misma comunidad están presentes en la actualidad política.
Se trata de fenómenos de descomposición intestina que no por eso dejan de padecer el dominio de las potencias hegemónicas que participan y promueven el resquebrajamiento del sistema y la partición territorial. Ocurrió en la antigua Yugoslavia, en Libia y en Siria a veces con bombardeos e invasiones, otras con mercenarios, pertrechos y confabulaciones.
En el caso de Ucrania, la intervención de Rusia es explícita, y los intereses de las potencias occidentales en su integración a la Unión Europea no son un secreto.
En lo que respecta a Venezuela, la división de la sociedad y los fenómenos de violencia que se viven son la consecuencia de proyectos políticos antagónicos que no tienen mediaciones institucionales consistentes ni encuentra factores de equilibrio en la sociedad civil. Ni Cuba ni los EE.UU, ni ninguna potencia extranjera son determinantes en la dirección que toman los acontecimientos políticos y los riesgos de disolución nacional.
Mucho se puede discutir acerca de las razones que llevan a una sociedad integrada a descomponerse. lgunos sostendrán que la división política siempre existió y que la legitimidad supuestamente unificada era una ilusión.
Se argumenta que el simulacro de unidad y paz podía sostenerse mientras la dominación de una facción parecía incuestionable, y una vez que los sometidos se sublevan desenmascaran lo que subyace al orden legal.
Se sentencia que hay sangre debajo de la letra, un poder que se reviste de ley, armas y dinero por detrás de la mascarada parlamentaria, que el estado de excepción determina el funcionamiento legal, que la política recién comienza cuando estallan las instituciones; todas estas consignas demisticadoras del tradicional orden republicano han sido la base alimentaria de sectores de la cultura y de la educación que citan una amplia gama de pensadores que van de Carl Schmitt a Jacques Rancière.
Sin adherir necesariamente a estos postulados, a veces líricos, otras tenebrosos, a pocos se les ocurriría negar que el poder económico existe, que la desigualdad social es un hecho más allá de los expertos en coeficientes de Gini, como también es una realidad que jamás existió una sociedad de una justicia absoluta salvo en la mente de los profetas del Antiguo Testamento.
La aporía de las identidades. No existe una receta para que un sistema social que funciona sobre la base de conflictos –no se ha conocido sociedad armónica basada en la igualdad universal en la historia de la civilización– evite la disolución de los lazos que lo unen en una entidad mayor hoy llamada “nación”.
A pesar de que no hay tal prescripción, podemos meditar sobre dos aspectos que hacen que una sociedad mantenga su unidad a pesar de sus antagonismos, que al ser cuestionados remueven los cimientos sobre los que se apoya su integridad.
Uno es la Constitución y el otro tiene que ver con la identidad. No se trata de hacer juridismos sino de recordar que la llamada Acta Magna es el pacto fundamental por el que una comunidad decide un modo de convivencia, es decir, un sistema de reglas que prescribe a cada uno la forma de vivir entre semejantes.
Se compone de leyes y se delega en una institución específica para que se cumpla con sus requisitos: la Corte Suprema.
Cuando se pone en discusión la legitimidad de la Corte y se la acusa de responder a intereses privados, todo el sistema de convivencia está en tela de juicio. También se la puede cuestionar de un modo indirecto mediante continuos proyectos de reforma constitucional confeccionados a la medida de parcialidades políticas, o en la promulgación de nuevos códigos penales o civiles que no se fundamentan en la necesaria adecuación del orden legal a los cambios históricos, sino que responden a intereses sectoriales.
Respecto de la identidad, el resquebrajamiento de los vínculos entre sujetos políticos que conforman una comunidad no es la consecuencia de la carencia identitaria sino, por el contrario y aunque parezca paradójico, de su búsqueda en un origen común reconocible.
Me explico recurriendo a ejemplos históricos. En los tiempos de la Inglaterra Isabelina –época del Gran Bardo que cumplirá en dos meses quinientos años de reino literario– y antes de que se constituyera en un Imperio, se vivió un curioso problema identitario. Nadie sabía en qué creer, en quién creer, en qué momento creer ni a qué creencia remitirse. Enrique VIII rompió con Roma e impuso el exótico anglicanismo; su hija María, católica, reforzó los lazos con el papado; la sucesora, su media hermana Isabel, instaló el orden político-religioso de la Reforma.
La ideología religiosa no coagulaba en un dispositivo político legitimado de una vez por todas, y el velo sobre la letra chica del sistema de obediencias generaba un temor difuso.
Estos avatares no sólo se circunscribían a los vaivenes de la monarquía, sino que tenían consecuencias notables en la conducta de los súbditos. Como nadie quería ser perseguido o condenado por infiel o hereje, y como la vigilancia no cejaba desde una cúspide que variaba de dogma, todos debieron aprender el arte del travestismo religioso.
Los judíos era duchos en esta técnica ya que en su inmensa mayoría, para no ser expulsados o muertos, se convirtieron al cristianismo. Se los llamaba “marranos”.
La Inquisición se organizó para detectar si el judío converso era un auténtico cristiano o un disfrazado que ocultaba su fidelidad al antiguo credo. No había rasgos físicos ni conductas visibles que señalaran la identidad de un anglicano, un calvinista, un católico, un puritano, un jesuita o un judío. Todo dependía de las confesiones de cada uno, y estos sinceramientos se adecuaban al interpelador.
Un peronismo isabelino. La cacería de identidades no tenía fin y terminó en las llamadas “guerras de religión”, en las que fue masacrada la tercera parte de la población europea. El fin de la carnicería terminó por agotamiento, sangría sin fin, y por un pacto político que se materializó en actas de tolerancia. Lo que contaba ya no era la identidad sino el diagrama de diferencias, reciprocidades y singularidades inviolables en el seno de una comunidad. Se promulgó el hábeas corpus, se garantizó la libertad de expresión y se dispuso que la fe religiosa fuera ajena a las políticas de Estado.
Cuando el terror político se inicia, el problema de la identidad puede volverse acuciante, o al revés, cuando la identidad divide a fieles de traidores, el terror está por comenzar.
Robespierre, al ver que la revolución no concretaba sus sueños, se puso en campaña para perseguir a los hipócritas. Procedimiento bastante más complejo que un control de precios. Los partes de noticias de Ucrania nos hablan de una particular confusión identitaria en la que participan musulmanes, católicos, judíos de Kiev, neonazis, cristianos ortodoxos, nostálgicos de la Panrusia, anarquistas, marginales sin etiqueta y liberales republicanos. Todos ucranianos.
Venezuela se encuentra en el umbral de la discriminación entre falsos y auténticos bolivarianos y entre traidores y patriotas. Pero nada de lo antedicho nos tiene que resultar tan extraño a nosotros, los argentinos. Tanto el sistema de convivencia basado en leyes –desde el establecimiento de derechos, obligaciones y garantías, a la seguridad jurídica y la vigencia de los contratos– como la distribución de identidades, que pasa por sucesivos revisionismos y resignificaciones oportunistas, siempre han sido un particular problema sin que lleguemos a resolverlo.
¿Por qué no pensar que la identidad llamada “peronismo” no deja de ser otro ejemplo isabelino? Cómo distinguir a un peronista auténtico de otro que se hace pasar por tal? Si, de acuerdo con sus portavoces, el kirchnerismo es la última etapa del peronismo, ¿cuál será el rasgo diferencial de la primera etapa del kirchnerismo poscristinista? ¿Quiénes serán los ungidos y quiénes los demonizados entre los herederos del legado nacional y popular en su última versión?
Sin duda, la cuestión identitaria jamás ha sido simple entre nosotros, y más complicada se hizo desde los llamados maravillosos 70 y abominables 90 –entre formaciones especiales con bombas y secuestros y relaciones carnales que el mencionado Shakespeare ya había anticipado en la comedia que trata de carnes y deudas–, como también se ha vuelto indescifrable nuestro sistema de convivencia desde la última debacle institucional de 2001.
Mientras aquello que aconteció en los comienzos del tercer milenio se interprete como la última gesta emancipatoria del pueblo argentino; mientras pensemos la política como una misión redentora a cargo de cruzados leales a un fundador; hasta que el respeto a la Constitución dependa de actos eleccionarios y relaciones de fuerza siempre contingentes; o se confunda divergencia con psicopatía por la que siempre se habla del odio de otros para ejercer el propio, ese espejo donde mirarnos, mencionado al comienzo del texto no dejará de reflejar un futuro posible
(*) Filósofo | www.tomasabraham.com.ar.