Con el tiempo me convencí de que el único motivo para aquella cacería tuvo una sola razón: caminar y reírme solo en la calle equivocada. En pleno verano, en el año noventa y ocho, recorría Nápoles, obnubilado por la mezcla arquitectónica, el mar y sus trescientas iglesias. Ver Nápoles y después morir sonaba, más que nunca, verosímil. Observaba balcones con ropa colgada, ebullición de gritos en patios traseros y callejuelas donde la vida popular y los palacios en ruinas les daban a la riqueza pasada y a la historia de la ciudad un épico presente de conventillo. Nápoles era la primera ciudad europea en la que reconocía una idiosincrasia familiar. Era a la vez el punto más meridional que había pisado en el Viejo Continente. Cruzar de Roma a Nápoles se pareció a cambiar de hemisferio. Resulta difícil precisar en el recuerdo, veinte años después, las razones de esa variación tan marcada. Tal vez simplemente en el aire flotara algo extraño a la ley y a la vez seductor: una sensación floreciente de peligro y una adrenalina que se respira al llegar a un lugar y uno confunde con libertad.
Arrastrado por esa plenitud, empecé a recorrer un día atrás de otro todos los rincones de la ciudad. Sospecho que ese grado de fascinación sólo se alcanza en la juventud, cuando no hay nada que perder y todo está por descubrirse. Recién años más tarde, como si recordara un sueño muy lejano, al ver El arca rusa de Alexander Sokurov sobre el Hermitage, recordé la visita al imponente Palacio Real Nápoles, construido para recibir al rey de España Felipe III, que nunca llegó –entre otras excentricidades históricas, Nápoles fue colonia española, tuvo sucesivos virreyes y su dialecto se originó en el castellano–.
En todo ese tiempo, mi memoria desplazó las maravillas del Palacio Real y redujo el viaje a la fascinación y a su efecto colateral, la cacería. La paliza más absurda que recibí en mi vida me la propinaron en una de esas callejuelas. No un adulto o la Camorra, sino un enjambre de niños. Primero uno, que me detectó sonriendo solo. Luego tres, cuatro, que comenzaron a salir de puertas aledañas. Luego veinte –incluidas niñas–, que llegaban de calles aledañas y soltaban arengas. Aunque los golpes no eran demoledores y su efecto era más bien acumulativo, lo más complicado fue defenderse sin la posibilidad de contraatacar. Ante una horda de niños uno está desarmado. Esquivé docenas de trompadas, aturdido por los gritos entre celebratorios y burlones de treintena de niños presentes. Hasta que vi venir a lo lejos una chica en un ciclomotor. La pesadilla terminó de tomar forma. No porque blandiera una motosierra, sino porque parecía dispuesta a pisarme. Probó varias embestidas que logré esquivar, a la tercera no me quedó más remedio que empujarla. Se escucharon gritos de abucheo y la violencia de los pequeños demonios se intensificó. Con el rabillo del ojo observé que el mayor de los niños, casi un adolescente, entraba a una casa. Imaginé que saldría con una maza o lo que se le cruzara en el camino: pico, pala, destornillador, cuchillo parrillero, tenaza. Los ánimos estaban caldeados y el linchamiento a un extranjero estaba por ocurrir. Proyecté los titulares: mochilero argentino linchado por pandilla de niños es asesinado a martillazos en barrio histórico de Nápoles. Decidí que era momento de cortar por lo sano y huí calle abajo. La chica volvió a subir al ciclomotor e intentó alcanzarme, pero tropezó con la cadena que cerraba el acceso a esa calle inolvidable.