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Verano

A la caída del sol salían, como murciélagas, recién bañadas, los pelos sueltos, goteando y oliendo a savia, las piernas afeitadas apareciendo abajo de los shorcitos y las minifaldas.

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Verano. A la caída del sol salían, como murciélagas, recién bañadas, los pelos sueltos, goteando y oliendo a savia, las piernas afeitadas apareciendo abajo de los shorcitos y las minifaldas. | Marta Toledo

Esta mañana hace calor desde temprano. Me gusta porque adoro el verano. Mientras tomo mate vuelvo a leer un poema de Estela Figueroa que dice: “No. / El hermoso verano /  no ha terminado aún”. El poema se llama Principios de febrero. Estamos casi a fines de enero y con Estela repito, como un mantra, el hermoso verano no ha terminado aún. Todavía nos quedan por delante noches en la terraza y en el campo, saturadas del olor de los espirales encendidos. Cuando era chica no había cable y solo sintonizábamos dos canales: ATC y el 3 de Paysandú. Cuando era chica nadie tenía aire acondicionado. Todos vivíamos puertas afuera. Todo: la mesa, las sillas y el televisor se sacaba a la vereda. Las brasitas de los espirales brillaban como luciérnagas cerca de los pies de los vecinos. Las pantallas de los televisores vueltas hacia la calle. Los hombres en cuero encorvados sobre los platos o agarrando fuerte el vaso de vino con hielo. Los niños sueltos, boyando de casa en casa o, mejor dicho, de vereda en vereda, siguiendo el programa de la noche en la sucesión de pantallas. Los niños no tomábamos vino, a veces la borra que quedaba en el fondo del vaso de los padres, aguada por el cubito derretido. Pero nos servíamos grandes vasos de granadina. No tomábamos vino pero, de lejos, parecía que sí. Qué jarabe empalagoso la granadina pero qué hermosura verla en el vaso, tan sanguínea, esa transparencia roja, tan trago de vampiro. Parecida también a esa lámpara de lava exhibida en la vidriera de lo Echeverría, el bazar del pueblo. Esa lámpara con su líquido flotante colorado era la atracción de los sábados, los días de “salir a mirar vidrieras”.

Cuando era chica las muchachas del barrio salían todas a la caída del sol. No sé dónde se metían el resto del día, seguramente en sus cuartos, abanicándose con la fotonovela, en bombacha y corpiño como las chicas de Killing, ese asesino serial de mujeres que se vestía con un traje de esqueleto. Pero a la caída del sol salían, como murciélagas, recién bañadas, los pelos sueltos, goteando y oliendo a savia, las piernas afeitadas apareciendo abajo de los shorcitos y las minifaldas. Demoraban la vuelta del almacén adonde las madres las mandaban a comprar algo para hacer la cena, se juntaban de a tres o cuatro en las esquinas, las más osadas compartían un cigarrillo. Se reían con risitas chillonas, cuchicheaban y miraban de reojo a los varones que les hacían la pasada. Yo quería ser grande para estar con ellas. Yo también quería ser una chica dorada del verano. Como la Zuni, como la Diana, como la Olga, como la Zulma, la más linda del barrio, la que tenía un novio ladrón que pasaba más tiempo adentro de la comisaría que con ella.

Cuando era chica el verano era un sopor interminable, una droga dulce que te ablandaba el cuerpo, la sacudida de los manguerazos a la siesta, el agua helada electrizándote la espalda. Todo letargo, apenas alterado de vez en cuando por la sirena de los bomberos. Dos toques: accidente. Tres: incendio en El Palmar. Teníamos una vecina que apenas empezaba a sonar la sirena agarraba la bicicleta y salía a toda velocidad hacia el cuartel de bomberos. No importaba la hora, ella estaba siempre lista para correr atrás de la desgracia y después contar todo con lujo de detalles. A veces la autobomba aceleraba y la perdían. O creían haberla perdido, pues tarde o temprano la mujer de la bicicleta llegaba al siniestro. Las piernas de esa mujer eran más rápidas que el fuego.

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