Por motivos que no consigo descifrar, entre las muchas cosas que debo haber hecho mal hay algunas de las cuales no consigo aceptar que me dé vergüenza haberlas llevado a cabo. Es decir, me avergüenza reconocer que creí que la Alianza podía ser la purificación del aire hediondo que dejaba la década menemista; no tanto el haberme lanzado por el tiragoma disfrazado de calabaza con Marcelo Tinelli riéndose del ridículo ajeno (usted sabe, esas cosas van y vienen). Probablemente, la dimensión de la culpa entre ser un minúsculo corresponsable de una catástrofe popular y exponerme solito a ser el hazmerreír de 40 puntos de rating vaya por avenidas bien diferentes. Sin embargo, hay circunstancias en las que los caminos tienden a cruzarse.
El 1 de junio de 1978, en un mediodía tan frío como el que hoy lo abstendrá a usted seguramente de proponer un asadito (bueno, Guillermo Moreno y sus precios aportan lo suyo), salí con mi viejo y su esposa hacia la cancha de River. Lo primero que recuerdo es que en ese viaje le reconocí que había empezado a fumar; lo segundo es que, pegando la vuelta por el túnel de Pampa, él se quedó con lo que quedaba de mi paquete de Parisiennes fuertes (para la culpa que nunca sintió, fumaba los mismos que Diego); lo tercero es que jamás me arrepentí de haber vivido con emoción de adolescente aquel Mundial, finalmente, tan controversial.
La idea de que la Argentina fuera sede de un Mundial de fútbol en 1978 pasó por manos de no menos de cinco gobiernos antes del de Videla y sus secuaces. Es más, el anuncio oficial de la sede data de 1970, en coindicencia con el único campeonato al cual la Argentina no concurrió por no haber clasificado en la ronda eliminatoria. El cálculo es fácil: coincidió con el breve interinato de Levingston, se mantuvo con el de Lanusse y tanto en el de Cámpora como en los del General y su esposa, las promesas y hasta las falsas inversiones quedaron bajo el ala de López Rega y su tentáculo deportivo llamado Pedro Eladio Vázquez. Es más, hay huellas en diversos archivos de notas a López Rega, Vázquez y Joao Havelange en las que ratificaban la decisión de la FIFA en cuanto a garantizar la sede para nuestro país en días en los que la prensa brasileña ya se hacía eco del accionar de la Triple A; tamaña paradoja la del capo de la FIFA confirmando la organización argentina al lado del ideólogo de una de las primeras muestras elocuentes de terrorismo de Estado de nuestro país.
Durante esa primera mitad de los 70, los archivos gráficos –especialmente los de la Editorial Atlántida que, de la mano de los hermanos Vigil, convirtió el camino al ’78 en una especie de Via Crucis con menos connotaciones deportivas que económicas y políticas– fue frecuente leer notas a Romero Feris hablando de las bondades de la subsede Corrientes (delirio similar al soportado por Salta, Tucumán y hasta Formosa), aunque nadie copó tanto la parada como Alberto Armando y sus rifa/estafa que prometía a los ingenuos contribuyentes –mi viejo, entre tantos–- participar del sorteo de autos y departamentos además de asegurarse un lugar en el partido Boca-Real Madrid, por jugarse en el mediodía del 25 de mayo de 1975 en el estadio que, aseguraban, sería la sede principal del Mundial. El estadio jamás se construyó. Es más, poco después se confirmó que jamás se pensó contruir nada en un predio que, como el de la ex Ciudad Deportiva de Boca, no habría soportado el peso de las tribunas por tratarse de tierras ganadas al río.
Como éstos hubo muchos episodios, la gran mayoría de menor relevancia. Y ninguno, ni siquiera el de Armando y el “no-estadio”, se compararía con la estafa que concretó la dictadura con la organización del torneo de cuyo comienzo hoy se cumplen 30 años. Increíblemente, con el tiempo también supimos que el desfalco económico no podría hacer la menor sombra a la tragedia que vivía la sociedad argentina entera –aun los que salimos inmunes y hasta quienes consideraron acertada la llegada de los militares en 1976– de la mano del aniquilamiento de una generación que excedía claramente el puñado de guerrilleros a quienes el triste triunvirato decía combatir.
Así y todo, y con lo fácil que sería proponerles algo distinto a través de estas líneas, confieso que ese Mundial fue uno de los recuerdos más poderosos de mi adolescencia. Lo malo que fue Alemania-Polonia, el primer gol del Mundial marcado por el francés Lacombe, el papelón de los panes de pasto voladores en la inauguración del estadio Mar del Plata o la helada tarde del empate entre Brasil y Suecia son imágenes que quedaron en mi mente mucho más frescas que episodios mucho más recientes y seguramente más importantes.
Tanto como la sensación de levitar en la Popular Este del Monumental donde el amuchamiento era suficiente hasta para mantener en el aire sin llegar a pisar los escalones aun un cuerpo como el mío que, ya entonces, era menos normal que el de la media. O las tardes y noches de Gran TV Color en el Luna Park, aquel emprendimiento liderado por Cacho Fontana que permitió ver en colores aquello que en casa se veía en blanco y negro, y que significó el lugar de laburo para mi papá Diego, Marcelo Araujo o Fernando Niembro, quienes habían sido echados de Canal 7 justo antes de la inauguración de ATC.
Del seleccionado de Menotti y la todavía hoy cuestionada marcha al título discutiremos más adelante. Por hoy me quedo con esa sensación de vergüenza sin culpa de la cual le hablé al principio. Algo que, además, representa un sano ejercicio que recomiendo hacer con la mayor frecuencia posible.