Ver a escala reducida algunas cosas que de cerca parecen más importantes de lo que son, o valorar eso que ahora no está y se daba injustamente por sentado: alejándose de donde se vive incluso unos pocos kilómetros, la presión de lo cotidiano tiende a ceder y aparecen sensaciones nuevas, vertiginosas o contemplativas, hay de todo, pero nunca previsibles como las de los tres o cuatro ámbitos en los que se pasa la mayor parte del tiempo. Hebe Uhart, viajera contumaz de nuestra literatura, decía: “Viajar sirve para darte cuenta de cómo sos”, aportando una dimensión de orden, si se quiere, más trascendental al tema, en tanto el cambio de paisaje, voces y situaciones derivaría en el autoconocimiento. El viaje fue materia prima de muchos de sus relatos y soporte de algunas posiciones teóricas y políticas. De jovencita, cuando era maestra, en un tren de Argentina a Bolivia vio a una madre que le dio al hijo una bandera al cruzar la frontera para entrar a su país y le dijo: “Di viva Bolivia, hijito”. Cincuenta años después, Uhart describía la escena como un punto de partida para pensar la relación entre identidad, territorio y literatura. En sus viajes por el mundo hispanohablante, recolectó dichos y palabras como una filatelista del lenguaje y prestó gran atención a las reacciones del que llega a un lugar nuevo.
En Cambio de dirección. Escritos en viaje, el libro con textos seleccionados y prologados por Martín Kohan, Ezequiel Martínez Estrada da cuenta de las mutaciones en la percepción de un viajero mientras avanza en su camino. Escribe, irónico, al llegar a Suiza: “Al pisar la tierra de la libertad suspiré con nostalgia, pues ¡cuántos miles de millones de pesos, bolívares, soles, escudos y otras divisas, en oro y en papel, estaban depositados allí, enviados por los padres salvadores de la patria latinoamericana!”. Pero sus juicios cambian como los paisajes que se ven desde un auto y aplica, sobre el mismo lugar, la candidez y el deslumbramiento del turista: “Aquí en esta venerable tierra de osos leñadores, máquinas desnatadoras y hoteleros, tierra de la hospitalidad, la exactitud cronométrica, el aseo, el pudor, la paz y la prosperidad, me sentí compenetrado de la infinita quietud que llegaba de las colinas, las casas y los palomares”.
En otro libro de viajes, Periplo, de Juan Filloy, la geografía pasa a ser una suerte de personaje: “Eres impasible y correcto como un dandy”, le escribe al río Nilo cuando va a Egipto. La comida también es importante. Cuando asistí a sus talleres, Uhart habló mucho de Mansilla (le gustaba al punto de tener pensada una adaptación para cine de Una excursión a los indios ranqueles) y su estilo errante y sibarita: “Después de haber recorrido la Europa y la América, de haber vivido como un marqués en París y como un guaraní en el Paraguay; de haber comido mazamorra en el Río de la Plata, charquicán en Chile, ostras en Nueva York, macarroni en Nápoles, trufas en el Périgord, chipá en la Asunción…”. Mansilla muere en Europa, como mucho después harían Borges, Saer o Cortázar. Un último viaje, como algunos le dicen a la muerte, que arranca desde un punto al que también hubo que viajar.
La pandemia hizo que moverse con relativa libertad por el mundo sea más excepcional, caro y estresante. A los mecanismos de control justificados desde gobiernos e instituciones internacionales con el discurso sanitario gestado a partir del covid-19 se sumó la sombra de los enfrentamientos entre Rusia y la OTAN. ¿Habrá nuevas iniciativas que cercenen el movimiento de ciudadanos? ¿Es posible un retroceso que se parezca a los tiempos en los que cruzar el charco era propio de las elites? ¿Y el aumento de combustibles? ¿Y la crisis energética?
Para los que amamos viajar y no somos ricos, preguntarse esto es bastante desolador. Uhart dijo que leer “es otra forma de viajar”. Me consuela, pero muy poco, porque la viajera codiciosa que hay en mí masculla: “Se puede leer en aviones, trenes, hoteles, albergues, estaciones, aeropuertos… leer viajando duplica la experiencia”.