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Viajes con mi tía

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He aquí un libro extraordinario y delicioso: Viajes. De la Amazonia a las Malvinas, de Beatriz Sarlo, que acaba de publicar el sello Seix Barral (es imposible no reprochar la avaricia de la editorial, que ha condenado el libro al desguace casi inmediato, resultado de una encuadernación precaria que ha eludido el cosido, y a las fotos que debieron acompañarlo a una poco amigable dirección en internet).

Los lectores menos atentos de Sarlo han manifestado su sorpresa ante un gesto que han calificado como coming out: no esperaban de ella un libro puramente narrativo y autobiográfico. No sé por qué, si el ejercicio había comenzado hace unos años en la revista Viva, donde Sarlo había publicado pequeños esbozos de estos viajes.

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Los relatos aquí reunidos son, cada uno de ellos, ejemplos de un motivo de viaje y un tipo de viajero: los viajes de infancia (el mejor relato, el más rico, el más conmovedor, el que está mejor escrito), el viaje a la Puna y el viaje a Bolivia, el viaje a la selva amazónica peruana y el encuentro con un umbral de humanidad en el medio de una tribu de jíbaros, el viaje a Brasilia y el viaje a Malvinas, enmarcados por dos textos que funcionan como marco teórico (nunca como justificación).

Que se trata de un libro profundamente autobiográfico queda subrayado a lo largo de la obra en la interrogación a la que Sarlo somete a aquella que viajó (“¿Quién era la chica de jeans, borceguíes y remera roja?”, pág. 91; “me resultó difícil saber quién había sido esa muchacha”, pág. 165; “quien escribe el relato de viajes juzga a quien escribió la libreta como un «yo» que es otro”, pág. 220). No habiendo posibilidad de sostener la continuidad de la persona, es legítimo interrogar a aquella Beatriz desde el lugar de ésta. Al contar sus viajes (cuidadosamente elegidos), Sarlo cuenta su experiencia de vida, es decir: la vida entendida como una búsqueda desesperada (y muchas veces, desesperanzada) de experiencia (“aurática”, escribe Sarlo, como un homenaje amoroso e intempestivo a Benjamin). “La experiencia inesperada de un shock” (pág. 222) es la última frase del libro, y desde el comienzo se trata de eso: de un shock que saque al viajero de su letargo y ponga en marcha el pensamiento (que es, en primera instancia, un pensamiento de sí, de los propios límites y de las propias convicciones).

La experiencia no depende de ese “régimen de atosigamiento” (pág. 214) por el que Sarlo es célebre (todas las películas, todos los libros, todos los museos, todos los conciertos) que queda del lado de la “voracidad ciega” o del “snobismo hambriento” pero, sobre todo, como marca de esa persecución obsesiva de una verdad que se escapa salvo en los raptos de experiencia. En un viaje, para Sarlo, la experiencia sólo aparecerá en lo que ella llama un “salto de programa” que provoca un fuera de código (el acontecimiento, enseña la filosofía, es siempre del orden de lo imprevisto), ya sea el abrazo insignificante de un loco en una plaza crepuscular de Viena, la confesión de una empleada doméstica, una pregunta susurrada en castellano de Belgrano en un rincón de una casa de Malvinas o el encuentro inesperado con el Barroco brasileño.

Yo (más que nadie) soy de los que extrañaban la relación de Beatriz Sarlo con la literatura y había perdido ya toda esperanza al comprobar su renovado y para mí incomprensible entusiasmo para desmenuzar la interna peronista.

Recibí este libro con una algarabía que se expandió cuando comprendí el cachetazo que supone: a los impertinentes que pensaban que Sarlo había abandonado la literatura por asuntos más mundanos, ella les ofrece ahora este salto de programa, un fuera de código que viene de la mano de una narradora al mismo tiempo tímida y desenvuelta, un conjunto de postales de lo que Silviano Santiago ha llamado “el cosmopolitismo del pobre”.

En Tristes trópicos (antecedente muy citado por Sarlo), Claude Lévi-Strauss comienza diciendo “Odio los viajes y los exploradores”.

Odiamos los viajes planificados, que el turismo de masas lleva al paroxismo y que bloquean todo pensamiento sobre sí. El salto de programa (que no puede buscarse metódicamente) es lo que nos libera de esa pesadilla del capitalismo. El libro de Sarlo es, además de un ejercicio de ascesis, un feliz salto de programa.