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Vida y muerte

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El encuentro de Estela de Carlotto con su nieto secuestrado por la dictadura al nacer, trae a la sociedad argentina una inmensa alegría y distiende, en parte, la angustia colectiva de más de tres décadas por el drama de los desaparecidos. Abuelas de Plaza de Mayo es, sin dudas, un punto de referencia obligado para quienes les preocupan el futuro. Rescata vida donde hubo muerte. Aporta identidad en un país por momentos acomplejado y, por otros, con incertidumbre de destino. No proclama la revancha como camino de justicia.

Por el contrario, sostiene su accionar en el marco de la ley y las normas a pesar de una sociedad propensa al atajo. Por eso ha gozado siempre del apoyo afectivo y sincero de los argentinos independientemente de que en la última década se vio involucrada en luchas por el poder político bajo la lógica amigo-enemigo. El kirchnerismo debió haber protegido a esas señoras mayores e íntegras del costo que siempre impone la división porque nadie sale indemne de la furia.

Las abuelas empezaron sus actividades buscando saber la verdad de sus hijos desaparecidos. La evidencia de que habían sido asesinados las llevó a poner su energía en encontrar a los nietos que fueron secuestrados o nacidos en cautiverio. Eligieron el camino de la vida en lugar del de la oscuridad. Se propusieron recuperar a los sobrevivientes del terror para restituirlos a sus familias de origen. El proyecto se basó en una esperanza envidiable de casi cuarenta años. Con sabiduría se entregaron a ese noble destino autoimpuesto de hallar lo que quedó de la noche negra de la dictadura, sin subjetividades ni interpretaciones maniqueas, se jugaron por el amor en lugar del odio.

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La última dictadura cívico-militar entronizó la cultura de la muerte en la cúspide del Estado sofisticando los mecanismos necrómanos conocidos hasta entonces.

Se vengó de sus víctimas castigando sus propios cadáveres. Cuerpos mutilados, quemados y decapitados, otros tirados al mar o al río para que se hundieran en la inmensidad. Ocultados. Los genocidas no sólo usurparon la legalidad institucional del país, esto es la vida terrenal, sino que creyeron que eso le daba también derecho sobre los muertos queriendo ocupar el lugar de un dios supremo que decidía quiénes debían vivir y quiénes morir.

Los verdugos que todavía viven guardan el secreto del destino de los cuerpos en código mafioso con llamativa vigencia. Primero, hacia el muerto, en el sentido de que fue bien castigado por lo que hizo en vida; y luego hacia los vivos, a la sociedad toda: los cadáveres son de ellos, sus deudos no tienen derecho a enterrarlos y, además, mejor cuidarse porque la historia puede repetirse. Este es el mensaje subliminal del silencio imperdonable que subyace.

El Estado argentino, y todos los gobiernos de este período democrático, han mostrado una incapacidad absoluta para saber el destino de miles y miles de cuerpos desaparecidos. En este punto, la dictadura sigue triunfando.

Al contrario de las abuelas, Madres de Plaza de Mayo quedó, sin quererlo, atrapada en la tela de araña de la necromanía impuesta por una dictadura a fuerza de violar la paz de los muertos instalando la perversa y morbosa figura del desaparecido. Para ellas, la referencia obligada siguen siendo los muertos, son sus aliados inseparables de lucha y, por eso, deben mantenerlos vivos y presentes, aunque el costo de ese esfuerzo sea la imposibilidad de escapar de ese pasado de horror.

La alegría que trae hoy la aparición del nieto de la presidenta de Abuelas nos recuerda la necesidad imperiosa de saber el destino de esos cuerpos para cerrar la etapa más dolorosa del país. De lo contrario, seguiremos presos del pasado, revolcándonos en una nostalgia negativa sin poner un punto final al espanto que nos persigue. Para que nietos y bisnietos no sigan eternamente buscando lo que ha sido deliberadamente ocultado, profanado. Para tener futuro.

*Periodista, autor del libro Necromanía. Historia de una pasión argentina.