Me llama Carla Castelo para que hable de Fogwill en Radio Nacional. Durante la hora y media de espera entre el aviso y la salida al aire me dejo dominar por la melancolía. Repaso nuestra amistad de 27 años y selecciono un par de anécdotas: todo es del orden de la gracia, el disparate, la lucidez y la terquedad, la resistencia a cualquier dispositivo de clasificación.
Quique no era un vanguardista, y sin embargo, soldó de tal modo su vida y su obra que la una no puede leerse sino como informe de la otra. ¿De dónde le vino, pienso, la fuerza para proponer una figura autoral tan compleja y en algún sentido tan anacrónica? De la poesía, claro, a la que nunca renunció: el sabía que un “autor”, antes que nada, es una manera de escuchar y de decir: una voz. Y fue capaz de sostener esa voz contra la marea infame de los tiempos: “Mi idea es ‘vivir afuera’ de la institución literaria, que, parece que cuando la logro, cautiva a los académicos como Link, que a pesar de ello es buen lector”, dijo alguna vez, refiriéndose a su gran novela Vivir afuera.
Sí, yo me dejé cautivar por ese deseo de intemperie, por esa potencia de disolución institucional, por ese anarquismo salvaje y ese materialismo primitivo que se contaban entre los cimientos fundamentales de su ética.
Los ensayos reunidos en Los libros de la guerra (que yo iba a prologar hasta que Quique dijo que no, porque en ese caso sería un “Trólogo”), cuentos como Muchacha punk (que reinventa la lengua) o Help a él (que sobrevive a Borges), poemas como Contra el cristal de la pecera de acuario (que nos interpela con su latiguillo de siete puntas: “Ay tibios”) son, más que obras maestras, una forma de soportar su ausencia.