Quienes frecuenten las calles de Buenos Aires lo saben bien: los carriles exclusivos ya existían. Antes del actual debate, que se plasma en letreros y en marchas al centro con afligentes cortes de calle, antes de las llevadas y traídas disposiciones tomadas al respecto por el Gobierno de la Ciudad, esos carriles ya existían.
Existían de hecho, por imperio de las costumbres y de las prácticas urbanas de los conductores porteños. Lo sabe todo aquel automovilista que haya querido girar a la derecha alguna vez, lo saben los ciclistas a los que toca pedalear de ese lado de las arterias, lo saben los pasajeros que tienen que subir o bajar de los colectivos a varios peligrosos metros de la vereda que les dará cobijo.
El primer carril de cualquier avenida de Buenos Aires, el carril derecho para ser más específico, les pertenece ya, de facto, y desde hace mucho tiempo, a los taxistas. Así los ocupan, así los emplean: con la displicencia de los dueños, con la convicción del propietario. Una vez que alcanzan lo que es su velocidad crucero, oscilante entre los diez y los doce kilómetros horarios, no apuran el paso jamás, suceda lo que suceda, pero tampoco, aunque la parsimonia les convenga, tocan jamás el freno para dejar así pasar a algún otro que venga apurado.
Detrás de esos coches aurinegros, y a veces se diría que encima, se sacuden los enormes colectivos, bufando y echando espuma como toros mal contenidos, librando una guerra ruidosa y cotidiana para poder subir pasajeros y circular a la velocidad requerida (el andar pronto que las rigurosas grillas imponen a los colectiveros, el andar lentísimo del que caza con sigilo buscando presas de los taxistas).
La polémica sobre los carriles exclusivos pone sobre el papel (o sobre las lunetas traseras y las chapas laterales) la realidad de un conflicto que, en el asfalto, ya se dirimía. Se dirimía hasta ahora a encerrona y bocinazo, a puteada y puño en alto, y en adelante como debate legislativo: ¿quién tiene derecho exclusivo a utilizar esos carriles?
La discusión se da con el lenguaje democrático del discurso de lo público, aunque es puja de intereses económicos y privados.