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TODO LO QUE RODEA AL FUTBOL AUGURA UN FUTURO OSCURO

Violinistas del ‘Titanic’

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El muchacho es empleado del club. Hace unos cuantos años que, cada vez que hay partido, el reparto de roles establecido por Utedyc lo deposita en una de las playas de estacionamiento internas del estadio. Para él, ir a la cancha es un eufemismo: lleva tiempo sin ver ni un minuto del partido y casi ya se acostumbró a seguir los vaivenes por el griterío de la hinchada. La parte que le falta es la de las malas noticias: sólo a través de la radio se entera de los goles ajenos. Podría decirse que casi extraña aquel bullicio lejano que caracterizaba el festejo del equipo visitante. Eso era cuando al equipo visitante lo acompañaba un puñado de hinchas. Hace rato que eso no le pasa. Y no puede dejar de preguntarse cómo es que, con un estadio poblado por hinchas de un solo equipo, la sensación de que pueden pasarle cosas feas se le estruja en la panza como en los tiempos de tribunas divididas.
El último partido que le tocó laburar no fue la excepción. Muy por el contrario, no fueron pocas las discusiones que tuvo con algunos de los que, pese a pagar un estacionamiento anual dentro del club, se encontraron con el lugar ocupado. Para colmo, quienes se preocuparon por él fueron casi tan pocos como los que le dejan una propina. “Qué cosa, ¿no?”, se pregunta. “A cincuenta metros de acá, cada uno que viene en auto le deja no menos de cien mangos al trapito por temor a que le rompan todo. Cien pesos por auto. Yo no llego a cincuenta en total ni en un clásico”.
Su problema de aquella tarde fue, no sólo tener que jugar a un tetris gigante para reubicar a los que estacionan con derecho, sino explicarles que, más que de costumbre, para ese partido “los de la barra vinieron en auto y los tiran en cualquier lado”.
No se trata del comienzo de un mal cuento. Ni importa demasiado en qué cancha se produjo la escena. Usted y yo sabemos que, mientras haya un estadio, cocheras y un partido de fútbol, todo eso es territorio barra, mientras a los barras se les antoje. Como los choripanes, el merchandising, el acceso a su popular, el peaje para entrar banderas grandes y ese estacionamiento impune en triple fila que, en algunas canchas, produce una recaudación en negro superior a la de la mismísima venta de entradas.
Al fútbol argentino le están haciendo creer que sus asuntos urgentes son una (necesaria) modificación estructural de sus competencias y definir quién será el sucesor de Segura al frente de la AFA, como si algo de eso fuese a resolver los desastres de base. Es como regalarle un implante de busto a una señora con un cáncer terminal.
El jueves, más cerca de la madrugada del viernes que de la medianoche anterior, los jugadores de Atlético Nacional, de Medellín, dieron una clase magistral de no saber ganar. Los de Rosario Central, de no saber perder. Y un árbitro uruguayo de no saber poner ni siquiera los límites mínimos que imponen las leyes que lo han convertido, justamente, en árbitro. Lo del uruguayo en Colombia no fue demasiado distinto que lo del brasileño en la Bombonera.
A veces, las autoridades de las pelotas parecen salidas de Comodoro Py.
Al fútbol del continente le bastaron un año y un par de meses para quedar en evidencia. Desde ese episodio de dolor íntimo en la noche del Panadero –aún hoy no digiero haber atestiguado una de las mayores aberraciones del fútbol argentino sin que a nadie se le moviera ni un pelo buscando justicia– hasta hoy, la Conmebol se ha ido desgajando en su impudicia. También la Concacaf, pero tanto hay para lamentarse entre argentinos, uruguayos o chilenos que no da la energía para compadecerse de lo que les pasa a haitianos, salvadoreños o mexicanos.
En realidad, el fútbol de la región lleva décadas de padecimiento institucional crónico. La indecencia dentro de las canchas y fuera de ellas ha sido moneda corriente casi desde la creación de la Copa Libertadores.
De tal modo, uno debe asumir que la presencia en el campo de juego de malos ganadores, malos perdedores y malos árbitros no es sino el emergente lógico de una competencia administrada por una entidad cuyos dirigentes de mayor influyencia están presos por docena. Ellos y sus socios más conspicuos. Dicen por ahí que la lista de detenidos se irá engrosando como un goteo interminable. Tanto entre los dirigentes como entre los empresarios.
En las últimas horas, se supo que la TV Pública Argentina renegoció con los dueños de los derechos para la televisación de la Copa América 2016 y los Juegos Olímpicos de Río un contrato que ya se había inicializado con las administraciones anteriores respectivas. La reducción del costo fue de un 500%. Hace unos meses, en este mismo espacio, se explicó el absurdo de que la transmisión del partido entre la Argentina y Brasil por las eliminatorias, jugado en 2015, haya sido deficitario para el canal del Estado en más de un millón de pesos: si con el partido más importante que podés transmitir fuera de un Mundial perdés plata, ¿qué queda para un encuentro intrascendente de la liga doméstica?
Finalmente, nos fuimos dando cuenta de que, quizás, no era que se vendía poca publicidad sino que se pagaba demasiado por el producto.
Sentados frente a la tele, ni a usted ni a mí nos importa saber cuánto se paga ni a quién. Probablemente, cuando se trata de un acuerdo entre privados, decididamente no debe interesarnos ni un poco. Distinto es el tema cuando de por medio está nuestro dinero. El de nuestros impuestos, quiero decir. Creo que ése es un detalle jamás tenido en cuenta desde la creación del Fútbol para Todos hasta estos días. Que la televisación del fútbol jamás ha sido gratuita, entre otras cosas, porque es con nuestros impuestos que se financia a los clubes. No quiero pensar cómo me sentiría si, encima, no me interesase el fútbol.
No conformes con haber entrado en esta lógica perversa, se imponen los sobreprecios. La lógica es muy sencilla: la plata que se pide no es ni del privado ni del funcionario que negocia. Es del Estado. Y nos hemos acostumbrado peligrosamente a creer que ese no es dinero de nadie. Hasta que pasa a ser de los que se lo afanan. Sin ruborizarse, todo se justifica bajo el rótulo de interés público del acontecimiento. Por lo pronto, ya va siendo tiempo de que el foco se ponga no solamente de un lado del mostrador. Es de manual que a la opinión pública y a los medios sólo nos importe ver complicados a un par de nombres de funcionarios que nos caen antipáticos: contemplemos la posibilidad de que el pago desproporcionado que acaba de denunciarse y desactivarse no haya sido una rara avis sino el modus operandi. Bastaría revisar los contratos de mundiales, Juegos Olímpicos o demás competencia de alta gama que transmitieron los medios estatales en los últimos tiempos para llegar a conclusiones encantadoras.
Sin embargo, es torpe creer que aquí se ha jugado al solitario. En todos los casos hubo jugadores de ambos lados de la mesa. Casi siempre, los mismos. Casi siempre jugando un extraño truco en el que los dos ganas y siempre perdemos los de afuera… que somos de palo.
¿Servirá de algo la denuncia del intento de estafa para que se racionalicen los números que se van tirando alrededor del presunto interés de varias empresas locales e internacionales para explotar los derechos de televisación de la Superliga? Por lo pronto, los dirigentes del fútbol argentino que están más cerca de estas eventuales negociaciones deberían estar alerta antes de cerrar con unos o con otros. No parecen ser los mejores tiempos para facturar por encima de los valores lógicos de mercado. Ni para hacerlo con gente que, vaya uno a saber, qué muertos tiene en el ropero. Ultimamente, alrededor del negocio del fútbol, los muertos hablan demasiado.
Desde el llano, con el muchacho del estacionamiento, dentro de la cancha como en Medellín y en La Boca o en las oficinas en las que se discute el futuro sin profundidad, los protagonistas ejecutan una partitura extraña para nosotros, millones de hinchas narcotizados por el amor a un juego que ya casi no se juega.
Nadie sospecha que, tal vez, la música que se escucha sea la de los violinistas del Titanic.