COLUMNISTAS

Virulencias

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Es argentino, pero vive en Europa desde hace una década y tiene menos de 40 años. No es de los que despotrican sin control de esfínter. Al contrario, extraña Buenos Aires y se acerca al Río de la Plata todos los años, con su prole. Mira todo con cuidado, sabe cuánto lo atrae el espeso y a menudo neurótico mundo porteño, pero su compromiso emocional con la Argentina fricciona ruidosamente con lo que percibe aquí.

Me preguntó: ¿pero qué les pasa? ¿Por qué tanta agresividad? Me veía venir otra catarata de sociologías tipo delivery, un blindado paquete de diagnósticos y consignas. Me fastidia la lubricada facilidad con la que somos porosos a esas miradas, que suelen ser muy embriagantes, tipo la-París-de-América-latina y necedades del estilo. Pero no, este periodista con mujer e hijos europeos apuntaba al habla cotidiana, esos coloquialismos que lo habían sobresaltado en conversaciones en cafés y calles de la Ciudad.
Descubrió que para los porteños y también para las porteñas es natural dirigirse a una mujer que ha dicho una tontería o algo con lo que el varón no comulga con un imperativo: “Pero, ¿por qué no te hacés coger?”. Había escuchado a mujeres hablando de otras con remates que eran una verdadera epifanía de la obscenidad profunda, tipo: “Fulana es una mal cogida”.

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Estimulado por mi silencio admirativo a su filosa observación, se animó: ¿no te parece que tienen un problema con el sexo, no están un poquito mal de la cabeza cuando reclaman que, como sanción a algo, los criticados deban “hacerse…” por alguien?
¿Sería la observación primeriza y apresurada de quien viene ocasionalmente y saca conclusiones inmediatas? No era el caso: mi joven amigo, como otros que llegan a la siempre taquillera Buenos Aires, sólo apuntaba a un rasgo de la cotidianidad nacional más fácil de ser visto desde afuera que aprehenderlo desde adentro.
Esas guarangadas desaforadas que hoy campean por todas partes reposan, a mi juicio, sobre dos pedestales. El primero es la sofocante y oceánica marejada de transgresión superficial que baña estas playas desde hace por lo menos una década, esa hoy profunda creencia de que la libertad es el desdén más agresivo, y que la felicidad proviene de una estudiantina eterna, según la cual nada es respetable y los gustos y sensibilidades del otro no tienen por qué ser respetados.

El otro eje viene de antes del colapso de 2001 y tiene raíces más opacas y complejas. Convergen viejos legados culturales, una manía nacional asociada a una importante autoestima, motorizada con el combustible de una virulencia beligerante.
Mi amigo europeo-argentino había sentido esa fea hostilidad no frontal: no. No tengo que insultar de modo directo a mi prójimo para incomodarlo: lo hago usando una jerga prostibularia y entusiasmándome con modales rústicos y gruesos.
El aludía al vitriolo inefable que pivotea en las cuestiones del sexo y se detenía en lo revelador de esa respiración del mundo porteño, exento a menudo de afabilidad y despojado de dulzura, veloz, ruidoso, sumamente enamorado del irrespeto. Era eso.
¿Te sentiste irrespetado personalmente? Se lo pregunté con interés sincero por decodificar su desasosiego ante esa foto veraniega de una sociedad tan brutalizada que él se llevaba del país.
Las conclusiones del caso son extensas, pero la casi melancólica constatación de un tipo que habla con mi acento aunque su lengua cotidiana sea otra, me dejó pensando en la invisibilidad de las dolencias, las propias y las generales.

Ese ángulo desde el que se situaba, desnuda problemas que importa describir. No es así la Argentina en su totalidad, porque hasta los urbanísimos rosarinos son mucho más serenos comparados con la psicosis serial de los porteños. Sucede así en el núcleo duro de la galaxia Buenos Aires ciudad y en lo que emana de su sistema mediático, empapado de espasmos desaforados y de un vocabulario cruel y descalificador.
Esta faceta aquí narrada no es ajena al país político. Con frecuencia, la Argentina se entrega con fruición a esos banquetes de demasías. Claro que no es el único país así configurado, ni el peor. En otras sociedades (Estados Unidos, España, Venezuela, para citar tres casos bien diversos) hay violencia verbal y maltrato simbólico, para no hablar de baños de sangre ocasionales. No, la Argentina no es la peor de la clase, pero la dirección de la tendencia asusta.

Aunque es cierto que hace 25/30 años se llenaban cuatro o cinco cuadras de una avenida importante con millares de personas coreando “duro, duro, duro, vivan los Montoneros que mataron a Aramburu” y hoy eso es afortunadamente inimaginable, no se ha retirado del sistema circulatorio nacional la impronta prepotente y desesperada, encarnada en palabras y acciones ofensivas.
Con frecuencia, esa virulencia se sale de madre y a mucha gente le salta la térmica y hasta rompe polea. Exasperaciones rápidas se llevan puestas viviendas de delincuentes o comisarías policiales. ¿Cuántos colegios le ocuparán este invierno a Macri las juveniles brigadas revolucionarias de la calefacción cuando apriete el frío? ¿Cuántas cabinas de peaje serán “liberadas” en las próximas semanas por gente que dice ambicionar la visibilidad de sus conflictos? Aunque la Doctrina (Alejandro) Borenzstein ha acuñado la embelesadora idea de un Club de los Malos (CDLM) en sesión permanente para obliterar argentinos, pienso que la idea es brillante, pero tal vez no alcanza para comprender lo que aquí acontece.
En la Argentina tenemos sobre todo un fragmento dañado en el chip principal. Se recalienta mucho, nubla la vista, dramatiza hasta lo ridículo y se desbarranca en exaltaciones venenosas. La política y sólo la política podría revertir la tendencia exaltada de un país afiebrado. Desde la cordialidad civil, desde la decencia institucional, desde la docencia democrática. No parece factible que esa epopeya pueda ser consumada desde un poder como el actual, que sigue coreando con dientes apretados un casi inaudible pero fehaciente y audible “duro, duro, duro”.