COLUMNISTAS
Visibilizar el vih

Vivir con un virus y sin culpa

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Los 80, cuando comienza a hablarse de un virus en Buenos Aires, 1989 (y un poco antes y un poco después). Aquel día, un hombre se presentó en el enorme estudio 1 de Radio Municipal –por entonces La Muni, dirigida por Pepe Eliaschev– sin invitación.

Era alto, flaco pero no desgarbado, de cara angulosa y ojos hundidos. Sin preámbulos, pidió hablar con la productora del programa Vecinococos, que conducían el periodista Carlos Abrevaya y el locutor Jorge Vacari. Inusual considerando la irrupción, ni los asistentes de producción ni el operador presente en ese momento le cuestionaron su intrépida presencia. Nadie le preguntó quién era. La productora (esta autora) no dudó en recibirlo cuando lo vio esperando en el pasillo del estudio. La intrigó, lo conocía, pero no le venía el nombre rápido a la mente. Se acercó y se presentó. Fue la primera vez que escuchó de una persona de carne y hueso decir: “Tengo VIH y necesito AZT”. 

El convidado de piedra era Roberto Jáuregui, una de las primeras y más potentes voces con nombre y apellido de la epidemia de VIH en la Argentina. Jáuregui le estaba poniendo la cara y el cuerpo a una afección que por entonces todavía era lejana para los argentinos –aunque el primer caso en el país se había registrado en 1982–. En aquellos días se leían las noticias sobre un virus de dudoso origen, que afectaba a homosexuales y que se estaba diseminando sin visas y con prisa por todo el mundo. Pero en el imaginario colectivo no era algo que estuviera ocurriendo activamente en la Argentina.

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Cuando Jáuregui comenzó a hacer pública su condición, en el país todavía nadie se animaba siquiera a mencionar el VIH o el sida a amigos o familiares, menos a compañeros de trabajo e incluso al propio médico de cabecera.

Muchas personas que vivían, y viven, con el virus me contaron entonces, anónimamente, que se castigaban por haberlo contraído. La culpa del placer sin protección. Y por eso muchas veces se autocensuraban. Si decías que eras portador (años después se comenzó a usar vivir con VIH), pasabas automáticamente a formar parte de un grupo de riesgo, arrinconado en los bordes del entramado social. En el subte (metro) porteño, las noticias sobre la peste rosa se leían con vergüenza, tapando un poco la página con la mano para que el circunstancial compañero de viaje no pensara que estaba sentado al lado de un sidoso, el terrible adjetivo que al comienzo de la epidemia se usaba para señalar a los que tenían VIH. 

Los periodistas tardamos en apagar ese incendio de ignorancia y miedo, tal vez por el propio analfabetismo sobre el tema, quizás porque los mismos científicos no entendían lo que estaba ocurriendo y nosotros reflejábamos esa incertidumbre. O porque los tiranos editores nos pedían artículos que pudieran titular con cifras de muertos. Pero bueno. Lo intentamos. 

Fuimos a conferencias nacionales e internacionales, hicimos talleres, leímos, estudiamos, recibimos revistas científicas por correo. Entrevistamos a los médicos que comenzaban a ser, y siguen siendo, referentes de la epidemia dentro y fuera del país. Hicimos nuestra tarea, tal vez con resultados diversos: realmente se logró un nivel de cobertura en cantidad y calidad únicas para una temática de salud, aunque todavía hoy en día en algún medio de comunicación argentino se puede leer: “Se infectó con sida” (el sida es el desarrollo de un cuadro clínico producto de una infección por VIH no controlada, que abarca varias afecciones y etapas, no es algo que se contrae per se). 

Desde las metáforas bélicas hasta el lenguaje inclusivo, desde el infectado hasta la persona que vive con VIH/sida, el VIH dibujó un recorrido completamente nuevo en la cobertura de temas de salud y en el lenguaje periodístico en general. Se comenzó a pensar en el vocabulario y en las palabras correctas: el peso de la semántica hacía la diferencia entre satanizar o no. 

El virus también abrió puertas para desestigmatizar otras afecciones y enfermedades. Con el VIH/sida, los pacientes dejaron de ser números y pasaron a ser personas con documento de identidad. Se fueron animando a hablar. Se agruparon, formaron organizaciones, les pusieron una voz colectiva desde un ángulo totalmente nuevo a los debates sobre políticas de salud, acceso a la atención médica, a los reclamos por los precios de los medicamentos. Jáuregui fue parte activa de ese momento bisagra.

La decisión de contar públicamente que vivía con el virus (me lo dijo muchas veces) fue un acto desesperado. Tenía que ganar una carrera contra el tiempo y conseguir zidovudina (AZT), la primera droga que había demostrado ser eficaz para frenar un poco el avance del virus de inmunodeficiencia humana (VIH) en el organismo. Para Jáuregui, poder iniciar, y continuar, el tratamiento con AZT había significado recuperar su peso –había llegado al límite de los 45 kilos– y ganar fuerzas para seguir pidiendo ayuda en distintos foros para obtener la medicación. Como dijo tiempo después: “Salí a los medios, expuse mi vida, expuse mis necesidades, peleaba por mí, y ahora también peleo por otros”.

*Autora de El virus mediático, de Panorámica Indie Libros.