Hay quienes hablan de los ochenta, otros de los noventa, y también de los setenta. Pero pocos hoy se acuerdan de los sesenta.
Sensible al tema, la televisión produce un unitario con Germán Palacios en el que aparecen enamorados seguidores de las vedettes de los ochenta, por lo que retornará el glamour de la década sobre la pantalla de la televisión.
De los noventa, el diagnóstico ya ha sido dado: es la era de la entrega y del desguace del Estado en manos del neoliberalismo. Punto y aparte, lo que está aparte es que el plan fue votado en varias legislativas y presidenciales por la mayoría de los argentinos.
Los olvidados sesenta se dividen en dos mitades. La primera es una belle époque con las artes y las ciencias en su mejor momento: la Universidad de Buenos Aires con profesores de excelencia, un Instituto Di Tella y su vanguardia artística, La Botica del Angel, María Elena Walsh, Gasalla, el Briski de Historias para ser contadas, los inicios del lacanismo bajo la batuta de Oscar Masotta, etc.
La segunda mitad de la década fue la reacción con el Opus Dei y los cursos de cristiandad del Escorial Rosado ocupado por el general Onganía desde otro 28 de junio, que pretendían barrer con la escoria atea, hipposa y judía. La persecución del subversivo comienza en aquellos años.
Los setenta son los años de la llamada juventud maravillosa. La juventud política no creía en la democracia republicana. La gente de la cultura alentaba la lucha armada. Perón y Balbín se abrazaban, pero en su fraternidad parecían aún más viejos de lo que eran. El movimiento sindical ya había pasado una década de divisiones y matanzas de dirigentes. En su seno se agolpaba la extrema derecha peronista junto a grupos nazionalistas reciclados.
Tantos años de dictadura militar y de proscripción del peronismo no daban la sensación de una base sólida para iniciar una nueva etapa política. Se pensaba que las fuerzas armadas habían cedido por poco tiempo el poder. Por otro lado, se acentuó la cuestión social como prioritaria. La democracia era considerada formal y no sustancial.
El advenimiento de la democracia y el retorno de Perón terminados los sesenta se debían al callejón sin salida de un régimen que no se decidía entre una democracia real sin proscripción y una dictadura corporativa. La clase en el poder oscilaba entre el franquismo desarrollista o la aceptación de las presiones que reclamaban democracias al modo occidental.
El Cordobazo fue la solución del dilema que echa a Onganía y unge a Lanusse, que especula con ser un presidente libremente elegido y acepta el desafío del retorno de Perón.
Han pasado casi cuarenta años. Entre tanto, hubo terrorismo de Estado, formaciones especiales guerrilleras, desaparecidos, torturados y soldados muertos en la Guerra de Malvinas. Entre 1972 y 1991, nuestro país ha sido el único que destruyó sus propias fuerzas productivas e involucionó catastróficamente.
No nos faltan lecciones para aprender lo que no se debe hacer y lo que sí deberíamos cuidar para no repetir viejos errores y sus consecuencias. Nuestro actual marco histórico no remite a los gobiernos militares sino a un cuarto de siglo de democracia política sin veda ni proscripciones pero con cimientos agrietados.
Hoy, la democracia resulta de la crisis de 2001, que da lugar al “que se vayan todos” y a la elección de un presidente que salió segundo con 22% de los votos. Ante las próximas elecciones, nos encontramos con el sistema de tres poderes bastardeado con alegría. Nuevamente, personajes cuarenta años después, sobrevivientes de aquella época setentista, se mofan de esta democracia parlamentaria y hablan de modelo nacional y popular que justifica las transgresiones formales.
Candidatos testimoniales, el invento de traviesos homónimos, el espionaje de la SIDE al servicio del gobierno, campaña sucia, todo vale en el universo de la picardía y de la extorsión.
Pero es un setentismo adiposo. No es trágico. Es paródico. Se hacen los maulas contra Techint, Clarín y Biolcati. Gritan viva Perón, Evita y Fidel en el Claridge. Contratan intelectuales, artistas y simuladores para generar una mística de cotillón. Libran una batalla terminal contra la derecha que tiene menos plata que la que ellos consiguen atesorar.
Tinelli arma la contracara de las elecciones y los candidatos se prestan sonrientes para no quedar mal con el gran público y se confunden con sus imitadores. La naturaleza imita al arte. Bien podríamos votar a los sosias televisivos y mandarlos al Congreso.
Por otro lado, en cada década se construye una visión sobre las otras. En los ochenta de aquella reciente democracia, ante la euforia cultural luego de años de dictadura, con una universidad abierta y paraculturales convocantes, aparecían personajes de vuelta de los sesenta para despreciar a estos supuestos recién llegados en nombre de los verdaderos artistas del Di Tella o de la neofiguración. En homenaje a eximios profesores de otrora, como Rolando García y Varsavski, degradaban a esos nuevos exitosos Pells de la academia y a sus novedades de bolsillo.
Tampoco podemos olvidar la insistencia de quienes echan su triste mirada sobre los jóvenes de nuestros días y nos recuerdan la épica de la juventud política de los años de la militancia, pasional y generosa, comparada con la apatía de una adolescencia adormecida por YouTube y peligrosa por el paco.
¿Cuál es la mejor década? Mejor dicho: ¿cuál es el mejor lustro? ¿46-51; 60-65; 70-75; 83-88; 91-96; 2003-2007? ¿2011-2016?
Jóvenes viejos se llamaba aquella película de Rodolfo Kuhn con actores noveles bien trajeados con el ceño fruncido y el gesto adusto como Emilio Alfaro, Alberto Argibay, y la melancolía de María Vaner. Pendeviejos es la que hoy se filma sin poderla terminar gracias a la tecnociencia y la acción de cirujanos plásticos que no dan abasto, completados por cosmetólogos mentales que maquillan con ideologías amortizadas.
Para coronar nuestra década está nuevamente en escena la obra Marat-Sade que alguna vez dirigió Peter Brook, una pieza de teatro que también tiene cuarenta años. Conozco gente con la edad de los abuelos, que sale exultante de la sala al grito de ¡Marat, Marat, qué grande sos!, entusiasmados por la locura revolucionaria. No distinguen la diferencia de géneros entre una puesta de Peter Brook y otra de Darío Vittori. No me refiero a la obra en escena en el teatro municipal sino a esa otra escena que incorpora al público, igual que lo hacía el divino Marqués.
En una misma baraja se suman las décadas. Nadie dice “paso” para que la mano siga de largo. Todos vuelven a mezclar. El orden varía, pero el mazo es el mismo. No sabemos a quién le tocará dar en la próxima vuelta. Vaya uno a saber si estas palabras no marcan letra para un buen tango que acompañe un mejor escolazo, a la altura poética de quienes evocan a los que tienen febril la mirada, total, veinte años no es nada.
*Filósofo (www.tomasabraham.com.ar).