Vuelvo a casa (a Argentina) para lavar la ropa, para saludar a mi madre en su día (mañana) y a mi hija en su cumpleaños (pasado mañana). Atravieso la ciudad sin apenas verla, pero sintiendo la potencia de la primavera en todas partes. El sol, los cielos nuestros, los lentos atardeceres, flores en la mitad de los árboles plantados para ocultar el horror de los carriles exclusivos. Vuelvo al lugar donde se lavan los trapitos sucios (nunca afuera, nunca para los demás), donde tengo verdaderos compromisos afectivos (ninguna de esas amistades superficiales que pondríamos bajo la etiqueta de “contactos” si no tuviéramos la secreta esperanza de que alguna vez ellos también volverán a casa).
Sigo con la apatía del migrante, del ave de paso, las campañas políticas con vistas al medio término parlamentario, porque, aunque no quisiera volver a un avión, tengo que hacerlo antes de los comicios.
Todo lo que se ve y lo que se escucha es de una mediocridad infinita, salvo un cartel, cuyas pretensiones me dejan mudo.
Sobre la 9 de Julio, a la altura del Ministerio de Salud, desde cuyas fachadas una mujer controvertida grita sus verdades sencillas y desgarradoras, pero en la vereda de enfrente, se ve el cartel de una candidata a diputada. ¿Quién es la que pretende oponer su cara a una de las caras más famosas del mundo? De lejos, parece la señora Soledad Silveyra después de una de sus aplicaciones milagrosas de Cicatricure: una cara lisa, sin expresión y sin destino, una cara anónima y estandarizada a fuerza de correcciones digitales hechas sin imaginación y sin destreza.
No, no es Solita, es Lilita. Una máscara mortuoria que a alguien, que habita el error mercadotécnico, le pareció que podía competir con la potencia de un mito. Yo, que no soy peronista, y que detesto toda forma de sentimentalismo, sin embargo doy vuelta la cabeza y fijo mi mirada en Evita, con una sensación de náusea ante tanta soberbia.