Como vivió muchos años en París, mi amigo está empadronado en el Consulado argentino correspondiente a la jurisdicción de su domicilio legal. No sabe si el próximo 28 de junio estará o no cerca de la urna consular. De las personas que conozco, sería el único caso de alguien que viaja para ejercer su derecho ciudadano. La mayoría hace exactamente lo contrario: viaja para no votar. Porque, no nos engañemos, el voto será universal pero está bien lejos de ser obligatorio y, quienes pueden hacerlo, no titubean en tomarse un micro para estar más allá de los kilómetros que la ley dictamina como requisito necesario para liberarse de una responsabilidad retórica.
Una amiga, desde hace años, se toma un micro el sábado por la noche y el domingo almuerza lentamente a la vera del Paraná. Otro, cruza el Río de la Plata y pasa su fin de semana leyendo en Colonia. Un tercero, desde que hace algunos años tuvo que oficiar de presidente de una mesa capitalina (y lidiar con fiscales inescrupulosos que hacían desaparecer votos y sobres en el momento del escrutinio), prefiere irse a Córdoba a visitar a sus parientes. En cuanto la televisión anuncia los resultados, se toma el micro de vuelta.
Entre las muchas cosas que habría que revisar de nuestro caduco sistema político, una de ellas es la obligatoriedad del voto, porque es evidente que sólo están sometidos a ella quienes carecen de los medios suficientes como para huir del patriótico trance y no es justo que los pobres, además de tener que sufrir la impiedad de nuestros alocados gobernantes, tengan que pasar por responsables de sus triunfos.
Que vote el que tenga convicción, o miedo o esperanza, con independencia de su nivel de ingreso.