No fue una elección más, y por momentos no parecía una parlamentaria.
Como si se hubieran superado los tiempos donde reinaba la apatía y el desgano.
Una fecha a la que arribamos tensos, con pasiones y enojos a flor de piel.
Elección de opositores, donde elegían a uno para limitar al otro, los enemigos vencieron por paliza a los enamorados.
Una sociedad que descubrió de pronto el poder de su voto, dispuesta a hacerse cargo de elegir sus candidatos.
Ya no era el voto obligatorio ni la participación a desgano, ni restos de aquellos que viajaban quinientos kilómetros para no votar. De pronto una masa de escépticos se volvieron comprometidos, algo en el subconsciente nos ordenó participar.
Una sociedad que había dejado la política como espacio para depositar frustraciones, de pronto se decide a llenarla con sus deseos. Y entonces derrota resentidos y acusadores.
Como en todo lo humano, primero nos enteramos de lo que no queremos y recién entonces estamos en condiciones de decantar propuestas.
Día tenso pero sin miedos, con rabias pero sin violencia, con más denuncias que trampas reales, donde los que votaban lo hacían con compromiso y convicción.
En la Capital la mayoría expresaba su cuestionamiento al Gobierno, no importaban los votos a favor, pocas veces se reunieron tantos votos en contra.
Y no era otra ronda de la vieja división histórica, en todas las fuerzas la dispersión de votos era más intensa que la lealtad partidaria.
Todo fue raro, se elegían legisladores con más convicción y energía que la de votar partidos. La impresión generalizada era que la política había vuelto a interesar. Como si un despertar colectivo nos develara la relación entre elector y elegido, como si cada uno descubriera de pronto el valor de su voto.
Fue una fecha importante, un fin de ciclo donde de pronto descubrimos que la queja y la desidia son el pasado, que la inteligencia y la idea deben forjar el mañana.
Y el espacio infinito que ayer ocupo el escepticismo invadido hoy por un debate más serio y racional que nunca.
Los viejos votantes de mano alzada, esos que se sentían orgullosos de su lealtad al partido, dejaron de ser votos cantados para convertirse en opiniones dudosas.
Y los encuestadores vieron crecer el margen de error, y la mayoría se volvió relativa y las minorías debieron fluctuar.
La sociedad se enamoró de la política y encontró que sus actores no estaban a la altura de sus necesidades. Si el desgano de ayer permitió un mundo de aficionados, las pasiones de hoy exigen un nivel superior en hombres y propuestas, en inteligencia y coherencia.
Fue una elección donde todos sentimos que éramos distintos, que comenzábamos a actuar de otra manera, que nos hacíamos de pronto cargo del mañana.
El Gobierno, de tanto devaluar adversarios, termino derrotándose a sí mismo. La oposición, de tanto denunciar al Gobierno, no logró ubicar un sucesor.
Y algo de fundacional marcó el ánimo colectivo, las ganas de forjar un futuro campearon el transitar de la sociedad.
El final del Gobierno quedó más claro que sus sueños de elegir herederos; los sucesores son ahora una arcilla que debemos moldear.
Es tan fuerte la urgencia de propuestas que la denuncia dejó de debilitar al supuesto culpable para desnudar las intenciones del acusador.
No fue un día de festejo ni de tristeza, fue una fecha donde decidimos hacernos responsables, y supimos actuar en consecuencia.
Y como hacía tiempo no nos sucedía, los resultados más importantes quedaron en el espacio de la duda, sólo se conocerían al final.
Los perdedores parecían todos, demasiados derrotados, y escasos triunfadores –casi ninguno de dimensión nacional.
Apasionada, tensa, prometiendo sorpresas, una de nuestras mejores jornadas electorales.
Si seguimos así, la presidencial valdrá la pena y no esconderá frustraciones.
Parecería que estamos ingresando a la madurez.
*Militante peronista.