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¿Vuelven los partidos?

El vínculo de los argentinos con la política en las últimas décadas se ha ido transformando. Eso no se manifiesta demasiado en las tasas de concurrencia a las urnas, pero se muestra elocuentemente en los sentimientos de simpatía hacia los partidos expresados por la gente en las encuestas.

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El vínculo de los argentinos con la política en las últimas décadas se ha ido transformando. Eso no se manifiesta demasiado en las tasas de concurrencia a las urnas, pero se muestra elocuentemente en los sentimientos de simpatía hacia los partidos expresados por la gente en las encuestas. Suele decirse que la política de partidos en la Argentina fue reemplazada por la política mediática y la política del clientelismo; pero lo cierto es que esas dos modalidades de vínculos de los ciudadanos con la vida política son compatibles con la existencia de partidos. Lo distintivo, entonces, es que los ciudadanos se alejaron de los partidos –y los partidos de los ciudadanos, por cierto–.

Los partidos son –o, más bien, cuando hablamos de la Argentina, eran– organizaciones complejas capaces de desempeñar distintas funciones: representar a sectores de la ciudadanía, formar consensos, legitimar liderazgos, seleccionar candidatos, respaldar gestiones de gobierno y funcionar como canales de comunicación entre los dirigentes y la sociedad. Central en el funcionamiento de los partidos es la pertenencia a ellos de ciudadanos que se enrolan voluntariamente, o que sin enrolarse se mueven en sus cercanías. Esto último es lo que ha desaparecido en estos años, con consecuencias críticas, porque al no haber ciudadanía dentro o cerca de los partidos, las otras funciones en gran parte no pueden cumplirse adecuadamente. En un modelo ideal, los partidos son ante todo sus afiliados, sus militantes, tanto o más que sus dirigentes. Idealmente, los afiliados son como los verdaderos accionistas y los simpatizantes son como inversores que buscan acrecentar su capital político depositándolo allí; son ellos quienes convalidan a los dirigentes. La realidad nunca es demasiado ideal, pero aun así en los partidos argentinos las cosas eran de esa manera. Muchos dirigentes siempre tendieron a considerarse más conductores que mandatarios de los afiliados, tendieron a ver su rol en los partidos como los titulares de las acciones y no como lo que deberían ser, los mediadores, los brokers. El problema, que fue agudizándose con los años hasta concluir en la virtual desaparición de la vida política dentro de los partidos, es que los brokers hicieron uso del capital político que estaba en sus manos como si fuera propio, invirtiéndolo sin el consentimiento de sus mandantes y aun peor, contra las preferencias de estos. Terminaron dilapidándolo. Como el capital político, al igual que todo recurso de capital, es fungible, finalmente no tenían nada, ni ellos ni los ciudadanos que lo habían acumulado. La política quedó entonces en manos de los dirigentes que administran ese capital menos voluntario llamado clientelismo y de quienes hacen política a través de los medios de prensa. El clientlelismo siempre existió –y, aun más, en el pasado alcanzaba dimensiones mayores que hoy–, pero coexistía con la política de afiliados y simpatizantes voluntarios. Lo nuevo, con la declinación de los partidos, no fue el auge del clientelismo sino la aparición de la política por televisión. Se instaló un nuevo modelo, en el que la oferta política se presenta mezclada con la oferta de entretenimiento, de publicidad comercial y de información televisiva. Aparecieron nuevos dirigentes mediáticos que encontraron cómodo el ejercicio de cultivar al público sin tener que rendir cuentas a nadie de sus éxitos ni de sus fracasos –ni siquiera a los avisadores o a los productores mediáticos–.

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El ciudadano argentino en gran mayoría se sintió cómodo con este nuevo modelo que le hace posible “hacer política” (esto es, hablar de política) sin ningún esfuerzo, desde el living de su casa, y que le evita exponerse al manoseo de dirigentes partidarios abusivos. Hasta que, con el correr de los años, también el ciudadano empieza a descubrir que ya no tiene representantes, nadie de quien esperar nada en materia de decisiones políticas, nadie a quien reclamar, y que en verdad él carece de voz.

Es posible que estemos asistiendo al comienzo de una nueva ola de búsqueda de algo parecido a lo que era la política de partidos. Si estos reapareciesen en la escena, y si efectivamente la ciudadanía los aceptase, tendrán que mostrar una transparencia que seguramente han olvidado. Pero, además, tendrán que modificar algunos aspectos de su funcionamiento tradicional y adaptarse a los nuevos rasgos de la cultura política: pensar a la sociedad menos en términos de partes irreconciliables entre sí –como lo hacían antes– y más en términos de conjuntos que en parte se diferencian y en parte se superponen; tendrán que tolerar, en mayor medida que antes, la diversidad de preferencias y las indefiniciones de los ciudadanos. El concepto de “interna abierta”, que reduce la importancia de la afiliación a un partido, pone en valor, en cambio, la idea de ciudadanos que hoy pueden estar con uno y mañana con otro con una mayor fluidez. Así es el mundo de hoy en otros planos; los partidos tendrán que reinventarse a sí mismos para que la gente los sienta parte de este mundo y no un resabio corporativo de otros tiempos.


*Rector de la Universidad Torcuato Di Tella.