Por qué será que sucedió? ¿Dónde estaba escrito que el guante se iba a dar vuelta de manera tan singularmente exacerbada?
Uno de los costados más enigmáticos y llamativos de la Argentina modelo 2008 es ese conspicuo sentimiento de dejá-vù: esto, en muchos sentidos ya lo vivimos, aunque suceda como en los delirios oníricos. Tenía un color y un sabor diversos, pero nuestra inteligencia emocional nos revela que eso ya pasó en nosotros, y con nosotros.
En 1991, la Argentina envío dos fragatas de su Armada a las cercanías del Golfo Pérsico, muestra de nuestro compromiso en la reacción mundial contra Iraq por haber invadido y ocupado al pequeño Kuwait. Nuestra moneda era un peso dolarizado y nadie se tiró del balcón cuando el gobierno peronista de Carlos Menem reanudó relaciones con el Reino Unido. Ese presidente tomó el té con la reina Isabel en el Palacio de Buckingham. Menem jugó al golf varias veces con el primer presidente Bush e indultó a los ex comandantes del gobierno militar (y de paso, a varios jefes de la guerrilla de los 70), en medio de unas expresiones de protesta que, la verdad, nunca fueron multitudinarias.
En este mismo país, 15 años más tarde, hoy se percibe el negativo de una imagen: siluetas similares, pero luces y sombras invertidas. Todo asume una intensidad desconcertante en ciertos asuntos y un anacronismo clamoroso en otros, como si el famoso “giro copernicano” se hubiese convertido en peste nacional. Todo oscila a los barquinazos: del por-algo-será al irredentismo humanitario infinito, del que-venga-el-Principito al golf con el emperador, sin estaciones intermedias.
De cara al verano ya en acto, la clase media argentina manifiesta una robusta confianza en la ascendente capacidad adquisitiva de su dinero. La gente compra autos, renueva mobiliarios, mastica con fruición electrodomésticos, se anima a tomar vacaciones en el exterior. “La gente”, claro, no el pueblo todo, o las amplias masas, como se diría a la izquierda del televisor. La demanda fornida y promisoria tapona restaurantes y negocios.
Todo esto es bueno y alegra: si la gente compra es porque tiene plata, y si tiene plata, también comerá, gastará, se educará y se curará mejor, ¿quién puede ser tan cipayo y gorila envenenado para estar en desa-cuerdo? Ya éramos grandes cuando, hace poco, pasó algo muy parecido en este país. Fue en los ahora estigmatizados “años noventa” cuando, en medio de objeciones y recelos, las velas del crecimiento estaban infladas de un aire aparentemente inagotable.
La rumbosa vida de aquel Menem, la residencia de Olivos bautizada “polideportivo” por periodistas que querían serlo y no se habían enamorado de la ilusión del poder, todo era grave, pero no demasiado. Intoxicada por las prácticas del menemismo, la clase media hacía su dispéptica digestión, sin mayores cavilaciones.
En 1995, pese a las relaciones carnales, a los barcos a Iraq y al té con la reina, Menem ganó cómodo una reelección obtenida luego de la reforma constitucional. Todo lucía previsible. Tras aquella reelección triunfal, Menem empezó incluso a menear la re-reelección.
Hoy, la inversión de los gustos y las tendencias impresiona fuertemente. Es cierto que de Clinton a Bush Jr. hay distancias, pero el demócrata que gobernó exitosamente durante ocho años no se privó de disparar sus buenos misiles contra bases del terrorismo fundamentalista, ni reanudó relaciones con Cuba. No era tan odiado, como esta alergia que despierta Bush y produce la ola de antinorteamericanismo más virulenta de las últimas décadas. Ese antiyanquismo es providencial para que viejos enemigos de la sociedad abierta y del libre acceso a la información blanqueen sus agrios y viejos rencores contra modos de vida que dicen odiar, pero en el fondo admiran y temen.
En un reportaje imperdible de Luisa Corradini al filósofo francés Bernard-Henri Levy en La Nación, este intelectual dice lo que no muchos se atreven a decir en la Argentina hoy.
Vale la pena hacer el ejercicio de reflexionar, con honestidad, por sus postulados: “Se puede decir cualquier cosa de Estados Unidos, y Dios sabe si yo he criticado algunas desviaciones de ese país que me erizan: Bush, el creacionismo, el conservadurismo duro. Pero Estados Unidos también es un país donde las instituciones democráticas, la prensa, la opinión pública funcionan en forma ejemplar. Un presidente norteamericano jamás podría haber tratado de dar marcha atrás sobre el arrepentimiento de los crímenes históricos cometidos por Francia, como hizo (Nicolas) Sarkozy con el colonialismo. La reacción ante (los maltratos norteamericanos a presos iraquíes en la cárcel de) Abu Ghraib fue inmediata. En tres días, toda la prensa norteamericana, incluido (la cadena ultra conservadora) Fox News, hizo su mea culpa. Todos hablaron de la bancarrota del Estado durante el huracán (Katrina) de Nueva Orleáns. Pero nadie mencionó la solidaridad de la gente. No sólo de Hollywood, sino de los rednecks (cuellos rojos, o sea trabajadores manuales) de Texas, que acogieron a los negros, víctimas de Katrina. Eso es Estados Unidos. No se puede afirmar que es la casa del diablo. Es el país de una mala política, de una corriente conservadora que me provoca escalofríos en la espalda, pero es un país formidable, un país que tiene recursos institucionales y democráticos que merecen ser tomados como ejemplo, por lo menos en Francia”.
Ese sospechoso y obsceno antiooccidentalismo es el paradigma de lo que significa hoy ser progresista en la Argentina, incluyendo la actitud ambigua y reticente ante la lacra criminal del terrorismo. Creen que Bin Laden es un invento de la CIA, que los pistoleros de ETA son combatientes de la libertad y que a Ingrid Betancourt la tiene presa el presidente Alvaro Uribe y no ha sido, en realidad, secuestrada por las FARC.
Por eso, regocija escuchar de Levy estas palabras: “Cómo puede ser de izquierda (Hugo Chávez), un hombre que ejerce un poder personal, que sueña con que ese poder sea vitalicio, que amordaza a los medios de comunicación de su país, que está sentado sobre una montaña de oro que su población no aprovecha y que es el aliado de (Mahmoud) Ahmadinejad en la guerra planetaria que libran los demócratas y los antidemócratas. Hay actualmente una izquierda que piensa que Chávez es de la familia, el niño turbulento de la familia. Yo no. Yo soy de izquierda y creo que Chávez es mi adversario”.
Estas cuestiones no pesan hoy en la Argentina. Si la frase “el dinero no hace la felicidad pero tranquiliza los nervios”, es chabacana aunque poderosa, podría decirse que hay en este país un montón de gente que pregunta poco, consume, y está feliz, menos nerviosa que antes. Ahora, como en la convertible Argentina de 1995, con similar efusividad, las mayorías no se inquietan ni por valijas llenas de dólares, ni por negocios con la obra pública, ni por bolsas de ministras que se olvidan sus pertenencias en el toilette.
No, eso hoy no. Mañana, tal vez. Como se dice en México, con esa incandescente frase rescatada por Carlos Ulanovksy, seamos-felices-mientras-vivamos-aquí. Mañana será otro día.