La modernidad (que según unos ya ha muerto y según otros sólo agoniza eternamente) es un organismo enfermo de contradicción. Hoy paso por alto el teatro y me pongo a arrancar ejemplos de una disciplina con la que no tengo gran afinidad: la arquitectura.
Resulta que los directores Gastón Duprat y Mariano Cohn me llamaron para una película, y resulta que se filmó en la Casa Curutchet, en La Plata. Es la única de Le Corbusier en América latina, y aun para el más lego en las artes de combinar enchufes y mochetas, vivir un par de meses según los planes del arquitecto suizo-francés es un raro privilegio.
La calidad espacial de la casa es abrumadora, y eso que la austeridad moderna me resulta casi inexplicable. El dormitorio es diminuto. Apenas entra una cama. El dormitorio es para dormir, y el resto de la vida social se lleva en los espacios públicos de la casa, qué tanto. Las columnas son estructurales, cuerpos bellos en sí mismos, y caen donde tienen que caer, incluso adentro de un cajón. El intrincado living no ha privilegiado pared alguna para la tele: en el año ’48 ésta no entraba en los planes de cómo debe sentarse a la mesa una familia equis.
Tampoco se planeó que La Plata se volviera “insegura”. La casa es vidriada y no admite rejas. Charles Edouard Jeanneret-Gris (que así se llamaba) pensó y midió al milímetro su brise soleil (que enmarca las ventanas e impide el paso de sol directo, sobre todo en las posiciones más indeseables del verano) pero no se le ocurrió que a la casa pudieran querer entrar ocasionalmente uno o dos chorros. La puerta de calle es una invitación y no una defensa: está enmarcada pero no tiene paredes a los costados. Es una alegre convención, una apuesta fuerte a la amable convivencia moderna con conciudadanos. Un plan que –a juzgar por las alarmas de las casas vecinas, siempre vivas durante el rodaje– fracasó. Tampoco se pensó que en el futuro las casas iban a necesitar aislarse del ruido infernal que traería el tránsito. Corría el año ’48, y él pensaba –en cambio– en poner un árbol en la planta baja, árbol que luego habría de coser los distintos pisos con un criterio orgánico y vital: su famosa “máquina para vivir”, inspirada en la funcionalidad de los aviones, esas “máquinas para volar” que tanto lo deslumbraban. Una noche de domingo paramos el rodaje porque –como todo el mundo sabe– el domingo a la tardecita es noche de picadas ruteras en la avenida 1, así que en la calle 53 se amontonan los autitos destilando cumbia a ver quién la tiene más grande. (Tampoco sabemos cuántos se matan por fin de semana.)
Mientras espero que el sol baje hasta donde el brise soleil permita hacer la toma bien joya (o bien kosher, como supuso escuchar Laiseca, inaugurando el concepto), releo las notas de Le Corbusier sobre Buenos Aires, que se había convertido en su obsesión. Es conmovedor pensarse como nos pensaba él: un lugar virgen, abierto a la inmensidad del río, un espacio donde “el Corbu” –si creemos en lo almibarado de su prosa– decidió que se imaginaría el futuro. Buenos Aires no tenía nada que envidiarle a Nueva York, aunque ya se quejaba del trazado que los españoles le legaran a la ciudad: ¡quieren convertir una pampa ancha, espaciosa, valiente, en un cúmulo de callejuelas sombrías y góticos laberintos, embudos letales para el tráfico!
¿Cómo sería nuestra ciudad si se la hubieran ofrendado a esa modernidad? ¿Cómo seríamos sus habitantes?
En el edificio pajarera de al lado (cuyas ventanas observa por la noche mi personaje) la gente realiza idénticos recorridos coreográficos, ora para asar un pollo, ora para salir del baño: el microondas sólo puede ir en el espacio que le ha sido reservado. ¿Es ésta la funcionalidad racionalista que heredamos de aquella poética máquina para vivir? Veo en la noche cómo repiten vidas, sin saber que algo une a todos los vecinos verticales: la distancia que a él lo separa de ella cuando él decide dormir en el sofá.
La Casa Curutchet está lejos de ser la más cómoda de las formas de habitar, pese a estar basada en el fino Modulor (pensada para el hombre francés medio de 1,75 m). Pero la culpa no debe ser toda de Le Corbusier, que sólo pudo ocupar su época. Más bien fue su época, la modernidad, la que no cumplió ninguna de sus hermosas, fatales promesas, y las trocó en fascismo. El Modulor II, calculado luego, usa la altura media del policía británico: 1,8288 m. Es sólo para evitar el “más o menos” al medir cosas. Ah, modernidad, ah, contradicción: ¿cuál es tu media universal? ¿Es universal (para todos) o es media (para algunos que actuarán en nombre de todos)?