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Yuta

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Llamó al adusto policía. Le pidió que actuara. Iba y venía. Hacía que hablaba por su celular. Se sentaba. Se ponía de pie. Daba órdenes. Apuntaba con el índice. Corbata con nudo corazón, trabita para ajustarla a la camisa, mirada pretendidamente incendiaria, retrato arcaico; era la imagen de una época lejana. Le importaba mucho que la policía actuara, ya, sin demoras. Se conducía como jefe de la Mazorca ordenando pronta represión. A su lado, verlo a Axel Kicillof daba un poco de vergüenza y mucha tristeza. Cabizbajo, el profesor Kicillof empequeñecía ante la exuberante exhibición de fuerza de su jefe. Nunca se vio con tanta claridad el vasallaje abyecto de un intelectual voluntarioso y soberbio, domado por los modales cuarteleros de un comisario rústico y explosivo.

El desembarco de Guillermo Moreno, llevando como cachorro silencioso a Kicillof, la noche del jueves 25 en la asamblea de accionistas del Grupo Clarín fue una clase maestra del modo de operación de quienes gobiernan la Argentina desde hace nueve años y 11 meses. Cada vez que el desaforado Moreno se dirigía a la mesa que conducía la asamblea, aludía a su supuesta condición de propietario de la empresa. “Nosotros tenemos”, “nosotros somos dueños de”; sus ametrallamientos retóricos evocaban el sueño dorado de la confiscación.

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Impresionan el rictus y el recurso policial, el pedido a los uniformados para que intervinieran. ¿Razones? El pobre viceministro Kicillof habría sido destratado. El otro integrante del patibulario trío, Daniel Reposo, un mediocre esperpento bochado por mentiroso e incapaz cuando Cristina quiso designarlo procurador general de la Nación, en lugar de Esteban Righi, ministro del Interior del presidente Héctor Cámpora en 1973, se quejaba de que habían “atentado” contra él.

Esa noche en la asamblea del Grupo Clarín fue una foto rotunda de los ribetes mussolinianos que hoy se advierten en la conducta de los jerarcas la Casa Rosada. Desencajado, histérico, incoherente, el zar Guillermo Moreno me hizo acordar a ese policía italiano que Gian Maria Volonté interpretó magistralmente en Indagine su un cittadino al di sopra di ogni sospetto (“Investigación de un ciudadano libre de toda sospecha”), la inolvidable película de Elio Petri estrenada en 1970. Patán, gesticulante, rudimentario pero inconsolablemente policíaco, Moreno no es Moreno. Moreno es los Kirchner, un poco sobreactuado tal vez, pero exponente fiel de esa estirpe de poder grueso y beligerante esculpida en la ventosa Santa Cruz desde hace un cuarto de siglo.

Kicillof, que desde sus años dorados en las aulas del Colegio Nacional de Buenos Aires ha quemado sus pestañas leyendo a Marx, parecía entre embelesado y preocupado. Convertido en “che pibe” de Moreno, recibió una clase de ejercicio del poder en condiciones de extrema rusticidad, como si el secretario de Comercio Interior lo hubiese arrastrado diciéndole “vení pibe, te voy a enseñar cómo se hacen las cosas; acompañame, que esta noche te demuestro cómo nos llevamos puesta a la Corpo y hago que encima se mueran de miedo, vas a ver, vení conmigo…”.
Afuera de la asamblea empresaria, la ciudad hervía.

Veintidós grupos de tareas, cada uno de los cuales no contaba con más de veinte ejecutores, desarrollaban su anunciado plan de colapsar Buenos Aires, demencial forma de reclamar por el espacio público. Debidamente instruida por la Casa Rosada, la Policía Federal participó integralmente de los bloqueos de esquinas y barrios, con su proverbial eficacia para que nada ni nadie perturbara el objetivo de enloquecer a millares de personas que pretendían cumplir con sus rutinas.

Imposible, colapsada, caótica, intransitable, la Buenos Aires de cada día se ha convertido ya en aquella Ciudad Gótica de Batman en la que el Guasón atrapa al poder, suelta a los presos de las cárceles y desencadena el mal total. La idea es hacer imposible a la ciudad de Buenos Aires, atormentarla con una dieta cotidiana de trampas y seudoprotestas. Uno de los 22 piquetes custodiados por la Policía Federal cortó calles reclamando, por ejemplo, la restitución del monumento de los caciques de la cordillera, supuestamente desplazado del Parque los Andes.

Pero ni Moreno ni la Federal pudieron evitar la epifanía ya legendaria de Hernán Lorenzino, huyendo de una periodista griega que le preguntaba por la inflación. Los países y los pueblos siempre encuentran momentos y circunstancias paradigmáticas. Los regímenes en el poder también terminan registrados por frases imborrables. El “me quiero ir” del ministro de Economía de Cristina Kirchner es y será la luz de la verdad profunda. Sincericidio o acto fallido, adquiere el valor del no retorno. Entre los alaridos de Moreno contra el Grupo Clarín, su insistente pedido de intervención a la policía, los grupos de tareas pudriendo la vida de la Ciudad con unos “cortes” que hacían recordar las acciones callejeras de las “milicias” en la Argentina de 1973-1976 y la fuga de Lorenzino, que se vio y escuchó en todo el mundo, los triunfos legislativos del oficialismo para armar una Justicia ya totalmente adicta o al menos castrada, se hizo evidente la taciturna verdad de un ocaso, que no será precipitado pero tampoco evitable.

El pasado muerto se resiste a tomar nota de su deceso. Los países cambian sin darse cuenta de que esas transformaciones sólo aguardan ser certificadas. Cuando a los que mandan se les desfleca la tropa en la propia costra de funcionarios importantes, es porque el final ha comenzado, aunque tarde, a concluir.