Más de 15 mil muertos, a razón de entre 600 y 850 por día en la última semana. Más de 15 mil contagios en 24 horas, según el último reporte emitido al momento de escribirse estas líneas. Casi 220 mil afectados por esta enfermedad que azota al mundo entero, pero que tiene en Brasil, el país más grande e influyente de Latinoamérica, como uno sus focos más dramáticos y letales. Más aún si se piensa que a estas cifras oficiales hay quienes las multiplican por 10.
Nadie en el mundo dispuso de vacunas o antídotos sanitarios o políticos para prevenir el Covid-19. Pero las respuestas que algunos jefes de Estado ensayaron, primero con impericia y luego con obcecación, multiplicaron riesgos de contagio, expansión del virus y efectos devastadores de un mal al que pocos son inmunes. Claro que las defensas de los brasileños parecieron empezar a bajar el último domingo de octubre de 2018, cuando en segunda vuelta eligieron presidente a Jair Messias Bolsonaro, quien hoy rige los destinos de esta nación poblada por 211 millones de habitantes.
Y es que nadie debió de declararse sorprendido cuando escuchó de boca del actual presidente de nuestro vecino y principal socio comercial frases tales como: “el coronavirus es apenas una gripecita”, o “los brasileños no se contagian de nada porque tienen anticuerpos y son capaces de sumergirse en las alcantarillas sin problemas”.
Tampoco eran nuevas las autorreferencias cargadas de alusiones bíblicas, como la de “Soy un mesías pero no hago milagros”, o la de tratar de “Judas” a su exministro de Justicia, Sergio Moro, quien renunció a su cargo el pasado 24 de abril y comenzó a ventilar dichos y acciones que podrían desembocar en un pedido de destitución de su exjefe.
Bolsonaro no ha cambiado. Es el mismo que esgrimió un discurso homofóbico y misógino en la campaña proselitista que hace un año y siete meses lo llevó al Palacio del Planalto. El que en 2003 le dijo a una diputada que era fea y mala y por eso no “merecía” ser violada. El que hace nueve años afirmó que preferiría que sus hijos varones murieran en un accidente a que fueran homosexuales, o quien sostenía que sus herederos nunca tendrían parejas de raza negra, porque “están muy bien educados”.
Difícilmente alguien pueda alegar en Brasil que no sabía quién era Bolsonaro y lo que representaba. Una cosa es no poder ver un virus como el que ha puesto en cuarentena a más de dos tercios del planeta y otra es hacer la vista gorda a un ultra, en una conducta cómplice de la que muchos ahora se dicen tardíamente arrepentidos.
Tarde para lavarse las manos. Entre los que hoy advierten sobre los riesgos que acechan no solo a la salud sino también a la democracia de Brasil, están muchos de quienes contribuyeron al triunfo de Bolsonaro por acciones u omisiones interesadas.
El gobernador de San Pablo, Joao Doria, del Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB), y muchos de sus colegas de otros estados que rechazaron las recomendaciones suicidas del gobierno federal de “no parar”, son los mismos que se subieron a la ola bolsonarista de cara al ballottage de octubre de 2018, después de que en primera vuelta el excéntrico capitán lograra el 46,05% de votos válidos.
El otrora inmaculado juez de la Operación Lava Jato, quien sin pestañear aceptó el convite a ser ministro de Justicia, fue pieza clave en la última contienda electoral. Al condenar y encarcelar al favorito de todas las encuestas, Luiz Inácio Lula da Silva, a quien una posterior inhabilitación terminó de sacar de la carrera, Moro allanó el camino a Bolsonaro. El periodista Glenn Greenwald reveló las maniobras del juez para llevar a Lula a prisión y dio sustento a las denuncias del exmandatario sobre persecución y lawfare ejecutados en su contra, lo que contribuyó a la liberación del líder del PT después de 580 días.
Ahora que las lúgubres imágenes de fosas comunes para albergar a víctimas del Covid-19 hacen más oscura la figura de Bolsonaro, la renuncia de Moro y sus graves acusaciones contra el mandatario huelen a salida estratégica y a intento de reposicionamiento político. Las denuncias del exjuez de que el presidente cargó contra el jefe de la Policía Federal para dejar inmunes de investigación por corrupción y otros delitos a sus tres hijos mayores ya se analizan en el Supremo Tribunal Federal (STF), la máxima corte del país. De allí podría surgir un pedido de destitución que, para prosperar -al igual que una treintena de pedidos de impeachment-, debería tener el respaldo de dos tercios de la Cámara de Diputados.
Difícil que Moro, una de las piezas -junto al ministro de Hacienda Paulo Guedes- en las que Bolsonaro asentó su gobierno inaugurado el 1° de enero de 2019, no haya sabido de las apologías antijurídicas del gobernante. Si siendo diputado, dos años antes de llegar al poder, dedicó su voto en favor del impeachment contra Dilma Rousseff al militar que había torturado a la entonces presidenta, ¿por qué debería sorprendernos el desdén de Bolsonaro por quienes buscan resguardarse de una enfermedad que ya se cobró más de 300 mil vidas en el mundo?
¿Por qué debería asombrar que incite a sus partidarios a marchar contra los otros dos poderes del Estado democrático, si nunca ocultó su defensa de la dictadura de su país, de la que solo lamentó que “torturara y no matara” como hicieron en Argentina y Chile en los años de plomo? El presidente, cuyos seguidores salen en caravana a romper medidas de aislamiento impuestas por prefectos o gobernadores, es el mismo que propicia que todos porten armas en un país donde las balas causan decenas de miles de muertes cada año.
Los medios que ahora claman por su salida, ¿no advirtieron antes lo que encarnaba? Muchos de ellos soslayaron el peligro enfrascados en una campaña anti-PT a la que el “clan Bolsonaro” y usinas ideológicas de la derecha en las redes sociales aportaron decenas fake-news en favor de “El mito”. Difícil de explicar que se mostrara como agente del “cambio”, de una “nueva política” o como un outsider a quien ya había pasado por una decena de partidos y transitaba su séptimo mandato como diputado de un Congreso con la mitad de integrantes prontuariados.
Hace unos tres años, el gran periodista brasileño Clovis Rossi nos decía que, ante la incertidumbre que vivía su país, esperaba que el destino de Lula se resolviera en las urnas y no en los tribunales, y que Bolsonaro no debía ser habilitado como candidato. Pero lo fue y ganó.
Urnas, votos y cenizas. En la segunda vuelta de 2018, Bolsonaro obtuvo el 55,13% de los votos válidos o 57,79 millones de sufragios. Superó al candidato del PT, Fernando Haddad, por unos 10,5 millones de votos. Una cifra similar a esa diferencia fue la suma de votos nulos y en blanco. Muchos lamentan su decisión de entonces en estas horas de luto en Brasil. Hasta el Partido Social Liberal (PSL), que le prestó su sello para candidatearse a presidente, pide al titular de la Cámara de Diputados que motorice su juicio político.
La cesantía del exministro de Salud Luiz Mandetta, el 16 de abril pasado, no sorprendió demasiado, por las diferencias que éste mantenía con el mandatario sobre el aislamiento preventivo. Más ruido hizo la renuncia este viernes de su reemplazante, Nelson Teich, un día antes de cumplir el primer mes en el cargo.
En la falsa opción de “la salud o la economía”, en la que Bolsonaro eligió la economía, la pandemia tampoco deja buenas noticias. Retracción del PBI, desempleo, devaluación, caída del precio del crudo. El establishment económico-financiero de la Fiesp, que entronizó a Guedes y presiona por volver a “la normalidad” y por reformas inconclusas, no ignora que San Pablo es el principal foco de contagios y decesos en el país.
Más que nunca Bolsonaro pareciera recostarse en el ala militar que es mayoritaria en su gabinete. Pero algunos medios, que celebraron su llegada, ya suben la foto de su vice, el general Hamilton Mourao como hipotético reemplazo… Mientras, hay quienes alertan sobre un autogolpe y quienes alegan que 2022 está muy lejos… Mientras, las víctimas del coronavirus se multiplican...