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HISTORIAS ASOMBROSAS DE CÓRDOBA

Marchesini, el Nostradamus de barrio General Paz

1-11-2020-Logo Perfil
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De niño ya sorprendió a su padre cuando, en una visita a Italia, al llegar a la iglesia de un pequeño pueblo le dijo que él ya había estado ahí. Y que al lugar lo conocía bien. Cuando su padre le dijo que se dejara de inventar historias, él le aseguró que detrás del altar habría un pasaje secreto. Cuando el viejo cura del lugar les explicó que, efectivamente, ese antiguo pasadizo existía desde hacía siglos pero que nunca se mostraba al público, llegó la primera sorpresa.

Unos días más tarde, volviendo a Argentina en barco, el niño dijo: “Padre, hemos tenido mala suerte. Acaba de fallecer la abuela”. Cuando se le dijo que con esos temas no se bromeaba, el pequeño Enrique calló, pero 20 días después se enteraron de que la querida anciana había muerto exactamente a esa hora, ese mismo día.

Él iba a clases a las Escuelas Pías, que está en barrio General Paz, en Jacinto Ríos esquina 24 de Septiembre. Allí, una de sus gracias era decirles por anticipado a sus compañeros la nota que sacarían en sus pruebas.

Cuando su abuelo, ya molesto por tantos rumores, le dijo que si era tan avispado le dijera qué objetos guardaba celosamente en su viejo baúl con candado, ese que casi nunca abría, el niño se los describió a todos.

El anciano siguió desafiándolo. Cuando su hermana Olga tuvo un grave episodio de dolor abdominal y ningún médico acertaba el diagnóstico, volvió a preguntarle al joven muchacho. Él le contestó que era apendicitis, pero que les iba a costar diagnosticarla porque ella tenía una ubicación del apéndice diferente a las habituales. Y efectivamente así era: el tiempo le dio la razón.

Pero todo pareció desarrollarse más intensamente a partir de un accidente que tuvo yendo en auto hacia Alta Gracia. Se lesionó una vértebra cervical y a partir de entonces empezó su etapa activa de psicómetra, de diagnosticador de enfermedades a distancia, esa que sorprendería durante 40 años a gente que venía a consultarlo desde toda Argentina.

Eso incluyó a mi abuela, C. Lanvers, que descendía de gente con una cultura antigua, una que creía en druidas, hechiceros y duendes con poderes más allá de los que tenían las personas comunes. Y también a mi madre, M.E. Leber. Así, fueron a consultarlo por una dolencia de mi padre, que este hombre, con solo tocar un pulóver que le pertenecía, diagnosticó como el más experimentado de los médicos clínicos.

Y lo más sorprendente de todo era que Enrique Marchesini no atendía ni veía jamás a ninguno de los enfermos que necesitaban de su diagnóstico. No. Él solo necesitaba que alguien, generalmente un pariente, le llevara alguna prenda que le perteneciera. O bien, un trazo de lápiz negro sobre un papel, escrito por el doliente. Entonces, él lo tocaba, lo recorría con los dedos de sus manos, se concentraba como un convencido profeta o como un hechicero de tiempos muy remotos –a lo mejor lo era– y daba, en un relámpago de increíble lucidez, la causa de la enfermedad. Y siempre acertaba.

Una vez se le llevó el pañuelo de una anciana que estaba muy enferma. Él fue terminante. Dijo que habría que irse despidiendo ya de la persona a la que le pertenecía, porque tenía, en ese momento, muy poco tiempo de vida. Cuando la octogenaria se curó, sus parientes se quejaron. Y por fin se creyó que Marchesini, por primera vez, se había equivocado. Pronto murió, en forma inesperada, el esposo de la mujer y entonces se comprobó que el pañuelo que le llevaron era, por error, el del fallecido hombre.

En una oportunidad mi padre, que era médico y desconfiado, le preguntó a un famoso jefe de la Cátedra de Psiquiatría si era cierto lo de los poderes de Marchesini. El viejo y prestigioso docente era un científico, pero también era un hombre de edad y, por eso, tenía esa sabiduría lenta y asentada en mil experiencias que, a muchos, solo se la dan los años. Y le dijo: “Mire, doctor, yo le voy a contar una sola cosa. Una vez lo citamos acá mismo, en el hospital, para comprobar con otros médicos si era cierto lo que se contaba. Llegó tarde. Nos dijo que estaba apurado. Nos pidió que tomáramos cualquier libro de la biblioteca que había en la sala. Se sentó. Lo abrió en una página cualquiera, lo puso debajo de la mesa de madera, de forma que no se viera. Y no me pregunte cómo, pero a través de la madera, que era bastante gruesa y de buen roble, el hombre nos leyó toda una hoja. Cuando terminó, nos pidió disculpas por tener poco tiempo y se fue. Y con la cara que usted me está mirando, con esa misma cara, nos quedamos todos nosotros”, concluyó.

Es que con Marchesini era cuestión de creer o reventar. A su caso lo estudiaron investigadores de Buenos Aires y le hicieron numerosas pruebas. Marchesini se sometió a todas. Y de todas salió airoso. Mientras tanto, con sus diagnósticos seguía acertando.

Aunque tenía su consultorio él no recetaba. Solo diagnosticaba. Y decía que todo lo demás debían hacerlo los médicos, que eran los que realmente sabían.

Cuando en 1975 chocó con su auto, muy cerca de donde tuvo, años atrás, su accidente anterior, se lo internó en el Hospital Italiano, en la calle Roma. Un día, muy recuperado, llamó a la enfermera y le dijo que le agradecía por todo lo que habían hecho por ayudarlo pero que quería despedirse, porque ya se iba. La mujer no entendió lo que se le decía. Y le dijo que hasta que no le dieran el alta no podría abandonar el hospital.

Él, simplemente sonrió, con esa sonrisa que muchas veces tienen los hombres adultos cuando le hablan a un niño. Cuando la enfermera se lo contó a los médicos, ellos tampoco entendieron mucho. A las pocas horas, el asombroso hombre murió de una embolia. Se llamaba Enrique Marchesini y había nacido en Cosquín. Su vida fue un eterno misterio. Su muerte no podía ser de otra manera, también lo fue. 

(*) Autor de cinco novelas históricas bestsellers llamadas saga África.