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ANÁLISIS Y PERSPECTIVA

Síndromes

1-11-2020-Logo Perfil
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En 1987 el psicólogo David McClelland identificó el poder como una de las tres necesidades básicas del ser humano. Ya Bertrand Russell había sostenido en 1938 que la meta última del ser humano eran el poder y la gloria.

El síndrome de “hubris” es un trastorno psiquiátrico adquirido que afecta a personas que ejercen el poder en cualquiera de sus formas: se trata de un trastorno de la posesión de poder y está asociado con el padecimiento del Trastorno Narcisista de la Personalidad. La desmesura típica que se manifiesta con su padecer son la autoconfianza exagerada, la tendencia a la omnipotencia y la creencia de que no deben rendir cuentas a la sociedad, sino ante tribunales más elevados: la historia o Dios. La imprudencia e impulsividad con que el paciente actúa debería inhabilitarlo para ejercer el poder.

Stalin, Hitler, Franco, Saddam Hussein, Castro, Bush Jr. y Blair (entre otros) han padecido la enfermedad. La veterana política a cargo de la vicepresidencia argentina muestra los síntomas de esta enferma crónica y así nos va. El país está empantanado en la grieta política y social; jueces, sindicalistas, empresarios y empleados públicos, sufren desprestigio social. La mitad de la población vive en la miseria y otro tanto de los niños en la pobreza. La corrupción es sistémica e institucionalizada. Sin moneda, el país vive de prestado con casi la mitad de su actividad económica en la ilegalidad y con los niveles de marginalidad, salubridad pública y analfabetismo desbordados. El peligro de un desenlace catastrófico está al asecho.

En muchos casos, las enfermedades de los que ejercen el poder no los inhabilitan ni le impiden el ejercicio correcto del cargo. Cuando François Mitterrand llegó al poder en 1981 ya se le había diagnosticado el cáncer con el que gobernó 14 años.

El fin del zarismo. No fue una enfermedad propia la que condujo al último Zar ‘de todas las Rusias’ a su caída. No obstante, su mala praxis de gobierno, que terminó con su abdicación en 1917, fue causada en gran parte por la hemofilia del Zarevich Alejo. El gen de la hemofilia pasó de la Reina Victoria (Inglaterra 1837) a las familias regentes de Rusia, España y Alemania.

El joven recibió tratamiento para sus sangrados de manos del siniestro Grigori Rasputín, cuya influencia en la familia real fue notable y perniciosa.

Aleksándr Kérenski, el último primer ministro del gobierno postzarista, sentenció: “Si no hubiese habido un Rasputín, no habría existido un Lenin”. Lo cierto es que si no hubiera estado la hemofilia presente, no habría habido un Rasputín.

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