CULTURA
mary shelley

Anatomía de un monstruo

Se distribuye en estos días La mujer que escribió Frankenstein, donde Esther Cross desmenuza la historia detrás de la escritura de la célebre novela de Mary Shelley.

Mirada. El libro estudia el tiempo y las influencias en el contexto de producción de la novela.
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En 1986 el cineasta Ken Russell estrenaba Gothic; con las actuaciones de Julian Sands, Natasha Richardson, Timothy Spall y Gabriel Byrne. La película se centraba en la noche en que los poetas Percy Shelley (Sands) y Lord Byron (Byrne) y unos jóvenes e inexpertos Mary Shelley (Richardson) y John Polidori (Spall) se desafiaban para escribir algo que realmente les provocara miedo. El lugar donde transcurría esto era una gran casa al borde de un tranquilo lago en Suiza, y las escenas desbordaban láudano. De ese desafío surgieron Frankenstein y El vampiro (el primer antecedente serio de Drácula).

De eso ha pasado tiempo, pero la preocupación por analizar cómo se escribieron esos textos, y en especial Frankenstein, ha perdurado en el tiempo. Hoy, sin ir más lejos, la escritora argentina Esther Cross acaba de publicar La mujer que escribió Frankenstein (Emecé), donde en más de treinta capítulos, muy bien documentados, estudia el tiempo, las influencias, la biografía de la autora, en fin, el contexto en que se produjo esta novela que este año cumple 195 años y que cuando apareció por primera vez no tenía firma. Este carácter apócrifo es lo que llama la atención en un comienzo, porque se asumió que quien la había escrito era el marido de Mary, Percy: “En junio de 1818, Mary Shelley recibió un ejemplar de la revista Blackwood, con un comentario elogioso sobre Frankenstein, escrito por sir Walter Scott. Como Shelley le había enviado el libro y Mary no lo había firmado, Scott estaba convencido de que el autor era Shelley”.

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Esta primera edición vendió 500 ejemplares, pero sirvió para instaurar una fama: la de una escritora y su monstruo, y desde ese momento autora y obra se volvieron inseparables, pese a que Mary Shelley escribió otras novelas, como Mathilda y Valperga, además de cuentos, ensayos, traducciones y críticas. La mayoría de las veces firmaba como “Del mismo autor de Frankenstein”, ya que su suegro le prohibía usar su apellido.

Pero, ¿cómo Mary se hizo escritora? ¿Cuáles fueron sus influencias?

Para responder hay que remontarse a su biografía. Mary Shelley nació el 30 de agosto de 1797, sus padres eran los escritores y librepensadores William Godwin y Mary Wollstonecraft Godwin. Ambos estaban en contra del matrimonio: él había escrito que era “una forma de monopolio” y ella que “nunca voy a casarme”. Pese a ello, cuatro meses antes de que naciera Mary, se casaron. Pero a los días del parto, Mary Wollstonecraft murió, y entonces un amigo escritor le pidió a Godwin “que donara el cuerpo de su esposa para que los médicos pudieran ‘abrir a una mujer notable’”. Godwin, sin embargo, se negó, y se embarcó en la idea de hacer una biografía de su esposa que al poco tiempo la volvería famosa, una especie de ícono de los derechos de la mujer, por lo que “la tumba de su madre en el cementerio de Saint Pancras se convirtió en un lugar de peregrinación para sus admiradores”.

No es extraño entonces que Mary se hiciera conocida por la gente, que la visitaba en su casa como si fuera una atracción exótica. El hecho de que hubiera aprendido a leer y escribir leyendo el nombre de su madre en su tumba aumentaba esa percepción. Por eso el poeta Coleridge dijo que era una niña de silencio “cadavérico”. Según Esther Cross, su padre estaba preocupado por ella cuando “escribió un cuento llamado Mi querida hija, que contaba la historia de un padre que le hablaba a su hija durante una visita al cementerio”.

Pero las preocupaciones pasan. A los 16 años, Mary conoce a Percy B. Shelley, aunque por esos días él estaba casado, y no sólo eso, su mujer, Harriet, estaba embarazada. En una carta a una amiga, Harriet comentó excitada que había conocido a la hija de Mary Wollstonecraft. Este encuentro entre Mary y Shelley, si bien fue importante, no fue nada definitivo en la vida de ambos. Sólo años después, en el cementerio de Saint Pancras, “se declararon su amor y planearon la fuga en la tumba de su madre”. William Godwin era amigo de Shelley.

El 26 de julio de 1814, es decir hace casi doscientos años, Mary y Percy se fugaron: “Cruzaron el canal de la Mancha y viajaron por Francia. Para subsistir, Shelley vendía lo que tenía, hasta el reloj y la cadena del reloj”. Continuaron hacia Alemania, donde en lo alto de una colina divisaron un castillo, que luego serviría a Mary como inspiración para el castillo de Frankenstein.

Shelley y Mary compartían muchas cosas. Shelley estudiaba biología, magnetismo, electricidad, astronomía, y había asistido a algunas lecciones de anatomía en el Hospital Saint Bartholomew. Y en su relación, “la escritura fue, probablemente, lo más fuerte”. Como otros autores románticos, escribieron sobre Prometeo (Frankenstein o el moderno Prometeo), el incesto (Mathilda), pero lo más importante era “la presencia, a veces literal, de uno en la obra del otro. Shelley escribió el prefacio de la primera edición de Frankenstein. Y por su lado, Mary editó, anotó y publicó la obra de Shelley después de su muerte”. Eso sin contar el trabajo que hizo con las notas a pie de página, comentarios e introducciones a las poesías de Shelley, con el fin de poder escribir su biografía, “un truco que inventó porque su suegro le había prohibido escribir la biografía de Shelley”.

Pero Mary aún seguía siendo esa niña en el cementerio, allí era donde estaba a gusto. La muerte, más que inspirarla, la rodeaba, estaba en todos lados: “Vivió en un tiempo de ladrones de tumbas, disecciones y colecciones de anatomía, un tiempo romántico de morbo y culto a la vida”. Para decirlo más claramente, esta escritora vivió en una época de tráfico de cadáveres, donde los ladrones de tumbas vendían los cuerpos a los hospitales y a las escuelas de medicina.

Los cirujanos necesitaban cuerpos para su aprendizaje. Algunos, como sir Astley Cooper, conocido como “el Rey de los Resurreccionistas” (así llamaban a los “ladrones de tumbas”), tenían su prestigio, y otros “montaban espectáculos increíbles que agotaban entradas: exposición de cuerpos diseccionados, experimentos galvánicos, desfiles de animales locos”. Pero a quien Mary siguió en su trabajo fue al profesor Aldini, quien investigaba la reacción de los cadáveres a la galvanización; en uno de estos experimentos la mandíbula de un asesino muerto empezó a temblar: “Los músculos que la rodeaban se contrajeron terriblemente. Se abrió el ojo izquierdo. Aldini metió otra vara en la axila. La mano del cadáver del asesino tembló y se cerró. Aldini metió una vara en el recto del cadáver”. Según la autora de La mujer que escribió Fankenstein, Mary “once años después, tomó la posta de la resurrección eléctrica”.

La disección y los demás experimentos tanatológicos implicaban desintegración y ultraje. Para la gente, los profesores de anatomía promovían el robo de tumbas y eran verdugos de cadáveres, por eso es que a veces se organizaban skimmington, que era cuando la gente salía con antorchas, palos y cacerolas, y marchaba gritando hasta la casa de algún médico sospechoso.

Cuando se plantea que la muerte rodeó a Mary desde su nacimiento, eso significa que fue una relación intensa, sin pausas. Cuando cumplió doce años su padre publicó Ensayo sobre los sepulcros, que enseguida se convirtió en uno de sus libros favoritos. Con el tiempo la muerte rodeará casi por completo a Mary: tres de los cuatro hijos que parió morirán, e igual suerte correrán su esposo, su media hermana, Lord Byron, la ex mujer de Shelley (a quien Mark Twain le dedicara un texto). A los 26 años Mary se encontró sola.

Pero un año antes, en 1824, apareció la segunda edición de Frankenstein, aprovechando el éxito que ya tenían las adaptaciones teatrales del libro: primero vino la adaptación libre de Frankenstein con el nombre de Presunción o la suerte de Frankenstein, y luego una saga de piezas, entre las que se contaba Frankenstein o el demonio de Suiza y Frankenstitch (La puntada de Frankenstein). Según la autora de este libro, estas obras “habían transformado una novela inclasificable, quizá la primera novela de ciencia ficción de la literatura, en una historia gótica. Frankenstein era ahora el típico científico loco que había perdido el norte entre un experimento y otro”. Y no sólo esto, sino que además el monstruo había perdido su humanidad y, peor aún, su sofisticación, ya que además de leer a Goethe, a Milton, a Rousseau, el monstruo podía “disfrutar mientras estrangula a un niño. Sería más tranquilizador un monstruo bestial”.

Antes de morir a los 54 y cuatro años, producto de un cáncer cerebral que se le extendió por todo el cuerpo y la dejó postrada en cama, Mary Shelley aún podía recordar aquel año 1816 cuando Lord Byron, Shelley, Polidori y Claire Clairmont alquilaron una casa en Suiza, y Byron propuso que “cada uno escribiera una historia de fantasmas”. En sus diarios ella escribió: “El noble escritor (Byron) comenzó un cuento, del cual más tarde incluyó un fragmento al final de su poema Mazeppa. Shelley (…) comenzó un poema basado en experiencias de su niñez. El pobre Polidori imaginó un relato”. Después de su muerte, de ese grupo sólo siguió con vida su hermanastra Claire, quien hasta 1887 continuó “velando el espíritu del grupo, los restos del romanticismo”. En Los papeles de Aspern, la novela de Henry James, ella está encarnada en el personaje de la señorita Juliana Bordereau.

 

Londres según Mary

La feria de Saint Bartholomew, kermés diabólica de cuatro días, era famosa por sus ostras, sus salchichas y sus freaks. Al lado del Pez Indescriptible y el Cerdo Sabihondo estaban los deformes más famosos –es decir, los más deformes– del mundo. El público pagaba caro para ver a la chica de dos cabezas, viva. Había una albina preciosa, una sirena, enanos. Los reyes conocían personalmente a los freaks, honor vedado a algunos aristócratas. El gusto adverso empataba clases sociales. Todos los seres humanos querían ver eso. Lo importante era saciar el morbo, cumplir con la curiosidad. En una carpa, míster Richardson montaba obras de teatro góticas, con esqueletos, monjes y asesinos. Las amazonas trotaban junto a las cabinas de peep show. Además de las ferias como la de Saint Bartholomew, estaban las atracciones fijas de la ciudad.

El señor Martin van Butchell, dentista y médico especializado en fisuras y fístulas anales, vivía, por ejemplo, con el cadáver embalsamado de su mujer expuesto en una ventana. Si alguien quería entrar para verla de cerca, decían que Van Butchell cobraba la entrada. Su mujer había firmado un testamento donde aclaraba que su marido podría disponer de la herencia “siempre que ella estuviera sobre la tierra”, y como Van Butchell quería disponer de su fortuna, la embalsamó y la dejó en casa. Van Butchell había contratado a William Hunter, “el Miguel Angel de los cirujanos”, que a su vez llamó al doctor Cruikshank –una autoridad– para que lo asistiera. Cobraron una fortuna: el equivalente al alquiler anual de una casa mediana en un buen barrio. Le pusieron ojos de vidrio. Le arreglaron los dientes, la maquillaron y la encerraron en un cajón transparente, bien vestida, con su loro embalsado a los pies. Era un poco chocante, pero nadie se lo perdía.

Antes de empezar con la lección de anatomía, el doctor William Hunter les decía a sus alumnos que no contaran a nadie lo que hacían en el hospital. La gente estaba muy sensible con el tema. Si un estudiante quería llevar a un amigo a las clases sería bien recibido siempre que el estudiante garantizara la probidad del invitado. A veces las perversiones más terribles se hacían pasar por interés científico y había interesados en hacerles mala fama a los médicos.

Mary Shelley, escritora de la Londres Negra, es una de las principales fundadoras de la Londres Negra. La versión tenebrosa de la ciudad la reclama, indispensable, aunque parezca raro que una mujer joven, casi una chica, eligiera escribir sobre ese mundo que la aterraba. Tenía miedo, contó su miedo.

 

La reanimación eléctrica de la materia

Hace unos años leí en la biografía de una edición de Frankenstein que Mary Shelley guardaba el corazón de su marido como una reliquia. El dato abrió un canal de lecturas asociadas, donde la escritora aparecía en situaciones especiales desde chica. Aprendió a leer su nombre en la lápida de su madre, donde también le gustaba sentarse a pasar el tiempo, y después se citaba ahí mismo con su amante –el dueño original de ese corazón, de ese fetiche. Su padre escribió Ensayo sobre los sepulcros. La presencia de la muerte y sus especialidades era algo común, pero en ella llegó al límite. Su marido, Percy B. Shelley, estudiaba anatomía sin descuidar la literatura. Es más que un récord de coincidencias. Hay estudios sobre la relación de Mary Shelley con el mundo de las disecciones. El material morboso salía reptando, prolífero.

Hay quienes desconfían del dato del corazón de Shelley. Ni siquiera sabían si era el corazón; algunos dicen que era parte del hígado; algunas biografías prescinden juiciosamente del desvío. Pero la reliquia estaba y el morbo era un clima de alto voltaje en ese tiempo. Recortarlo de la vida de Mary Shelley es como sacarle la parte sexy a un perfil biográfico de Marilyn Monroe. También puede enfocarse eso especialmente, contar su historia en sintonía con eso.

Virginia Woolf decía que el trasfondo de la vida de un escritor es importante, que es importante lo que un escritor veía por la ventana para hablar de su vida y de su obra. En el trasfondo de la vida de Mary Shelley hay descubridores, escritores, ladrones de tumbas, ventanas pintadas de negro, rumores y libros profanos y autorizados.

También había aventuras y problemas. Su vida parecía una carrera de la desgracia. Hubo otras reinas de la adversidad –siempre las hay–, pero ninguna escribió Frankenstein a los 19 años. Romanticismo y morbo eran su cruz, pero también su estilo. Frágil y miedosa, generó el monstruo emblemático, en una historia que superó las historias de las revistas especializadas; inventó algo nuevo. Hasta ella misma se preguntó cómo hizo.

Al responder, se definió como una testigo devota de las conversaciones de su marido y Byron sobre la vida y la reanimación eléctrica de la materia. Esos temas la atraían y la asustaban. Podía aterrar al otro si contaba lo que la aterraba. La testigo era parte de la escena.

Es más: era la escena. Al año de su muerte, en su escritorio encontraron el corazón de Shelley, o algo parecido. Cuando la llevaron al cementerio de Bornemouth para enterrarla, las autoridades le negaron la entrada. El dato no figura en el libro, que llega hasta la tercera edición de Frankenstein, en 1831. Pero su nuera, que manejaba la carreta, se sublevó con el cajón en la entrada del cementerio durante horas, sin ceder, y ganó el pleito.