El arte contemporáneo hace tiempo dejó de ser un tema para especialistas: artistas, curadores, galeristas, marchantes. El actor Steve Martin, que también es un gran coleccionista de arte, escribió Un objeto de belleza, una novela que trata de una joven y ambiciosa mujer que intenta abrirse espacio en el difícil mundo del arte neoyorquino. Michel Houellebecq empieza su novela El mapa y el territorio con una escena entre dos artistas que bien podrían retratar el arte contemporáneo: Damien Hirst y Jeff Koons. La escena transcurre en un hotel de Qatar o Dubai, pero en verdad es un retrato que está haciendo otro artista. El arte contemporáneo trata entre muchos temas de la crisis de la representación: ¿el arte continúa siendo una representación de la realidad o este modelo está siendo revisado? Esta y otras cuestiones aborda Conversaciones con artistas contemporáneos, del crítico de arte y curador Hans Ulrich Obrist, recientemente editado por Ediciones Universidad Diego Portales, con selección, traducción y prólogo de Alan Pauls.
Obrist (Suiza, 1968) no es un tipo desconocido en Buenos Aires: a fines del año pasado estuvo en el Centro de Investigaciones Artísticas (CIA), que dirige Roberto Jacoby, y fue entrevistado por Syd Krochmalny y Marina Mariasch. El mismo lleva más de dos mil horas de entrevistas grabadas con artistas contemporáneos, conocidas mundialmente como The Interview Project. ¿Pero qué importancia pueden tener estas dos mil horas de grabación? Como bien constata Pauls en el prólogo, estas conversaciones dejan en evidencia el repliegue de la figura del crítico/discurso y su reemplazo por la del curador/conversación. En suma, el arte contemporáneo se caracteriza por el desplazamiento de la obra como objeto de interés a manos del artista. Y eso demuestra la selección de Pauls en veinte entrevistas desde artistas mayores, como Yoko Ono y Louise Bourgeois, hasta más jóvenes, como Matthew Barney (marido de la cantante Björk), Olafur Eliasson y Gabriel Orozco, pasando por el conocidísimo Jeff Koons. Una de las gracias de Obrist es que, a pesar de la naturalidad de los diálogos, en la mayoría se las ingenia para preguntar cuestiones de su interés como curador, como los proyectos no realizados (donde podría hallarse el concepto de “obra” y que sólo conoce el artista), la relación que tienen los artistas con los museos y en general con los espacios públicos.
Como bien han señalado algunos escritores, la entrevista es un género de autor, donde las preguntas son más relevantes que las respuestas, es gracias a éstas por las cuales puede obtenerse un resultado singular. Obrist sabe esto y consigue armar un libro sobre arte sin escribir nada, desde la sencilla conversación en lugares improvisados, en situaciones igualmente improvisadas. No por ello hay inocencia. De entre las respuestas puede concluirse que el arte contemporáneo en los últimos años ha estado influenciado por otras disciplinas: el cine y la fotografía, la arquitectura y la escultura, el teatro, la performance e incluso el circo, la televisión, el diseño y la publicidad, la música e internet, todo con el fin de explorar en las relaciones o vínculos entre los seres humanos y su entorno, principalmente con la ciudad, que ha pasado a ser parte de la naturaleza. Otro aspecto a considerar es que el público es quien completa la obra: se trata de hacer que el público perciba una obra con la mayor cantidad de sentidos.
En algunos casos, las obras no están terminadas y en otros son efímeras, porque son instalaciones que duran un tiempo determinado, como el caso de Green River, del artista danés Olafur Eliasson, que tiñe de verde los ríos de algunas ciudades. Para él, esta obra “interroga la imagen que tenemos de nuestra ciudad”. Cómo percibe la gente un río: como algo real o una representación. De este modo, “por un momento el río es tridimensional, digamos, es un espacio, y no la representación bidimensional y estática que tendemos a formarnos del centro de una ciudad. Artificialmente coloreada, el agua se vuelve más ‘real’ que en su estado normal”. Pese a ello, Eliasson señala que el público por lo general reacciona poco: “La gente tiende a pararse a mirar, pero básicamente no tiene mayor interés”. Para contrarrestar esto, los medios de comunicación y el rumor han sido fundamentales para generar, al menos, curiosidad sobre lo que ha pasado en la ciudad. Ya no se trata de retratar la naturaleza, sino de producirla para alterar los sentidos de la gente.
Vito Acconci es del Bronx y empezó como escritor, aunque luego derivó al cine, al video, a la performance y a la arquitectura. En Service Area, Acconci aparece recogiendo el correo durante tres meses en el museo. En su obra hay una reflexión sobre los espacios públicos. Al igual que otros artistas, como el mexicano Gabriel Orozco, no es partidario del arte o las esculturas corporativas, que son básicamente las únicas esculturas públicas que se están haciendo en la actualidad. De hecho, mucho espacio público, como plazas, se rige por las reglas de tal o cual corporación. De ahí que para él “la televisión o el teléfono sean mucho más lugares públicos que una plaza” y en ese sentido en un mundo donde los lugares públicos son revoluciones tecnológicas “quizá sea necesario redefinir la privacidad”. En los últimos años su taller se ha convertido en un estudio de arquitectura, donde lo multidisciplinario se impone. Sin ir más lejos, ahí trabajan cuatro arquitectos, un artista y un historiador del arte, y la música electrónica y una biblioteca son muy importantes durante el diseño y la creación de sus obras. Y es que el entorno es determinante para Acconci: “En cualquier otro campo de la vida, cuando entras en contacto con algo por primera vez, en circunstancias normales, lo tomas, lo tocas, lo hueles, quizá, y lo pruebas. Pero en el arte la tradición dice que te pares a un costado y mires”.
Dentro de los referentes culturales, artistas o intelectuales, hay nombres que se repiten: Walter Benjamin, Marcel Duchamp, Le Corbusier, Richard Serra, Alighiero Boetti, John Cage. Pero aparte de ellos y de trabajar con distintos soportes alimentados por distintas disciplinas, hay proyectos que nunca se llevan a cabo. En el caso del italiano Maurizio Cattelan, esto se debió a la negativa de una curadora a organizar una reunión nazi para Sonsbeek 93. Y pese a que consistía en una falsa reunión, que Cattelan sólo publicitaría a través de afiches y flyers por toda la ciudad, la curadora le gritó por teléfono: “¿Usted sabe lo que dice cuando dice nazis?”. El suizo Thomas Hirschborn, que ha construido monumentos precarios en homenaje a artistas e intelectuales como Spinoza, Raymond Carver, Giles Deleuze, Antonio Gramsci y Foucault, quiso construir un conducto muy estrecho que uniera la calle con una obra de la colección permanente del Museo de Arte Moderno de París: “El acceso al conducto sería gratis, pero sólo permitiría ver esa obra en particular y volver a la calle”. Pero la idea fue rechazada por razones de seguridad. Ambos proyectos demuestran que los espacios públicos no son tan públicos.
Yoko Ono, por ser una de las más experimentadas, entrega una perspectiva histórica de los cambios que ha vivido el arte contemporáneo en los últimos cincuenta años. Para ella la música fue fundamental, sobre todo porque cuando niña trató de transformar en notas musicales el ruido de la naturaleza, y no pudo. En ese intento se dio cuenta de que la notación musical tradicional no bastaba. Fue esa idea, de la partitura y del ejecutante que la interpreta, la que desarrolló en sus famosas “instrucciones”, ya no en la música, sino en el arte. La primera vez que exhibió sus cuadros con instrucciones fue en 1961, cuando el arte de esa época, para Ono y para otros artistas, tenía limitaciones. A fines de los 90 le encargaron que hiciera cien instrucciones durante cien días para una página web: “La gente entraba y cada día se preguntaba cuál sería la instrucción para el día siguiente”. Lejos de pensar que internet es algo nuevo, Yoko Ono está convencida de que “todo lo que en los 60 discutíamos sobre la aldea global está sucediendo hoy en la realidad”. Otro de sus proyectos interesantes es Wish Tree, que es un árbol donde la gente va colgando sus deseos en papelitos. Aunque los tiene guardados, no ha leído ninguno, y espera poder volver a colgarlos en una gran escultura con forma de torre: “Será una escultura muy poderosa… Una torre con los deseos de la gente de todas partes del mundo”.
Jeff Koons es quizá el más pop de todos. En 1988 expuso Banality, que incluía esculturas de la Pantera Rosa, Buster Keaton y Michael Jackson, y años después, con su pareja de esa época (la Cicciolina), presentó los primeros cuadros de la serie Made in Heaven, en los que aparece con su pareja en situaciones íntimas. También instaló Puppy, una gigantesca escultura de flores frente a un castillo y luego frente al Guggenheim de Bilbao. Para Koons, en Banality su intención era hablar de la culpa y la vergüenza, mientras Made in Heaven iba más “con lo eterno, lo espiritual y lo sexual”. Al igual que otros artistas ha recurrido a avisos publicitarios, donde aparecían Don Quijote y George Washington con textos desplazados del significado de la imagen. Algo similar hicieron Douglas Gordon y Philippe Parreno en la película Zidane, en la que las diecisiete cámaras apostadas en el Santiago Bernabéu sólo seguían a Zidane, con lo que de entrada se rompía la narrativa clásica de una transmisión de un partido de fútbol y luego, en el montaje de las treinta y cinco horas de grabación, se fueron introduciendo mensajes que nada tenían que ver con el juego.
A un mes de la Primera Bienal de Performance de Buenos Aires y de ArteBA, parece ideal este libro, que funciona como libro de arte más que un libro de entrevistas. Aunque claro, se echan de menos imágenes de las obras.