Rescatando al soldado Ryan (Salvar al soldado Ryan en España, Saving Private Ryan su título original) es una de mis películas favoritas. Estrenada en 1998, fue dirigida por Steven Spielberg y nutrida con un reparto estelar que incluye a Tom Hanks, Giovanni Ribisi, Adam Goldberg, Matt Damon y una dilatada ristra de notables. Los primeros 27 minutos de la obra están dedicados a retratar el desembarco aliado en las playas de Normandía (Omaha) el 6 de junio de 1944. La secuencia se filmó en Ballinesker, en el condado de Wexford, Irlanda (tanto el director como el productor ejecutivo querían una réplica exacta de la playa donde ocurrió la carnicería), costó doce millones de dólares e implicó a 1500 extras, lanchas originales de la batalla, búnkeres, trincheras y rampas, y el fuego de ametralladoras MG 42 para colar a los recién llegados.
Escrito por Robert Rodat (que se inspiró en D-Day: June 6, 1944: The Climactic Battle of World War II, del historiador Stephen Ambrose), el guion está basado en la historia real de los hermanos Niland, cuatro muchachos que sirvieron en las Fuerzas Armadas norteamericanas durante la Segunda Guerra Mundial.
Pero sigamos: luego de esos 27 minutos demoledores, llega la calma. Vemos a la compañía al mando del capitán Miller (lo que quedó de ella) descansar en el campamento hasta que por prepotencia de la elipsis nos trasladamos hasta una holgada oficina en Washington DC. Allí, un puñado de mujeres detrás de escritorios plantados con precisión quirúrgica, redactan cartas de condolencias a las familias de los soldados caídos en combate. La cámara barre el espacio hasta detenerse en una de estas mecanógrafas sin nombre que repara en una información que le resulta, como mínimo, sospechosa.
Abandona su puesto, se dirige a los ficheros del día, revuelve y encuentra: tres soldados con el mismo apellido, tres hermanos hijos de una misma madre que recibirá, en la misma jornada, tres telegramas con la noticia de los decesos. La oficinista (que asume una posición ética encomiable) acude con el hallazgo a su superior. La trama se enciende: hay que traer con vida al último Ryan que queda, un sujeto obstinado, miembro del cuerpo de paracaidistas.
El 11 de octubre de 1984 –jamás olvidaré la fecha–, mi tío Augusto, primo hermano de mi papá, partió del puerto de Tarifa (España) junto a dos amigos en un velero con la intención de llegar a Casablanca y pasar allí unas minúsculas vacaciones. Remontaban entonces el Atlántico cuando a la altura de Rabat fueron interceptados por una lancha pirata (bandera marroquí, tripulación de Sierra Leona).
En escasos minutos desplumaron la embarcación: dinero, objetos de valor, comida, combustible, agua potable. Antes de despedirse, fracturaron el mástil y pulverizaron el sistema de radio y localización. De manera que los navegantes treintañeros quedaron encallados, incomunicados y sin alimentos. Pero como en la película, hubo final feliz.
Al cuarto día del pillaje divisaron a babor un bote semirrígido, que resultó pertenecer a un colosal pesquero español que encendió la alarma.
Por decisión de su capitán, pero por sobre todo de un marino que, al igual que la mecanógrafa, optó por forzar la voluntad e ir más allá de la simple tarea para la que había sido contratado; un individuo que activó la razón, trazó conjeturas y definió que, en ese punto inmóvil del radar, tres amigos anidaban a la espera de la muerte.
En aquel velero varado en Rabat.