CULTURA
Crnica de una batalla perdida contra el cncer

Chávez, último acto

En la edición actualizada de su biografía de Hugo Chávez, que acaba de aparecer, el venezolano Modesto Guerrero indaga en la dramática transformación que sufrió la vida del líder bolivariano –y la política de su país y la región– al diagnosticársele un cáncer que, tras una larga lucha que desarrolló en Cuba, finalmente lo doblegó. Cómo vivieron los diferentes sectores del chavismo su larga agonía y cómo se prepararon para el desenlace.

El final. La última foto, junto a sus hijas, María Gabriela y Rosa Virginia.
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Ni él, ni sus médicos de palacio, ni la Agencia Central de Inteligencia, los tres sujetos más enterados de su estado personal, tenían noticias sobre la actividad de las células cancerígenas en su organismo antes de 2011. Como todo miembro de la especie humana, Chávez carga en su estructura genética una cuota de ellas. Sin embargo, para que se vuelvan peligrosas necesitan aprovechar desarreglos bioquímicos y psicofísicos.

La medicina milenaria china aporta un ángulo de interés para explicar por qué Chávez fue agotando lo que llaman su “reserva energética”, gastando su “uranio biológico”, afectando su lado más fuerte, que es la “energía ancestral” que lo acompaña desde siempre y le facilitó su rol de líder carismático.

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“Es que Chávez nació con una energía especial”, me dijo Eliduvina Salazar en Caracas el 14 de febrero de 2012, una perspicaz economista del chavismo, estudiosa de esa disciplina. “El ha abusado de su shen”, que serían, según mi interlocutora, “los malos hábitos” en el comer, en el hablar, con el café, el cigarrillo y el sexo. “Su dote personal se ha ido desvaneciendo.”

Los chinos sabrán lo que dicen, pero hay algo cierto en esta visión de la enfermedad de Hugo Chávez. En esa mezcla de hábitos, el de hablar, el uso de la oratoria como principal instrumento de batalla, determina su psicodinamia individual, es la base del rol que ocupa como líder social. Ni la suma de los famosos discursos de Fidel en los primeros años de la Revolución Cubana supera en tiempo el desgaste psicofísico del bolivariano.

Cuando, a mediados de enero de 2012, habló casi nueve horas continuas en la Asamblea Nacional presentando la Memoria y Cuenta de la Nación, el mundo presenció con asombro a un hombre que sólo unos meses atrás estuvo sometido a los estropeos del cáncer. Crónica TV, un canal de la televisión argentina, tituló la noticia así: “No estaba enfermo, estaba de parranda”.

Puede haber razón en estos argumentos de la medicina china, pero también podría ser cierto el diagnóstico psicopolítico de su maestro, el general Pérez Arcay, cuando le dijo que tenía tendencia al “sentido martiano de la muerte”. Es propio de los líderes que se convierten en mitos populares. Chávez es una mezcla de ambas cosas.

La peligrosa patología había iniciado un perverso juego como el de las “escondidas” que jugamos todos en la infancia, cuyo sentido termina con la sorpresa del descubrimiento. Algo similar ocurrió hasta el 8 de junio de 2011, cuando verificaron bioquímicamente en La Habana que había algo más que una rodilla enferma y un presidente estresado.

Todos los informes serios, incluido el inevitable chisme ligero que recorre las cuatro esquinas de Caracas, permiten inferir que una mezcla de patologías adquiridas y heredadas actuaron para desatar un sarcoma en el bajo vientre, con metástasis acelerada por un estrés intenso de origen político, social y administrativo. Chávez no descansaba y dormía mal, cuando dormía. En esa medida, fue una llama que se consumió en sí misma. Más de año y medio de dolores y cuatro operaciones condujeron a una colostomía con infecciones derivadas y deficiente cicatrización. Y lo más grave: la terrible sensación de que “el hilo de la vida comienza a acortarse”, señala el experto terapeuta argentino Sergio Landini. Según él, el síntoma más brutal de ese nuevo estado de vida es el dolor. Como en todo enfermo terminal de cáncer, los dolores continuos se vuelven insoportables para la psiquis y el equilibrio emocional. “Se debilitan los recursos emocionales, que en Chávez los percibo gigantescos”, sostiene Landini. Se trata de una fase clínica en la que aparece “la rumiación”, un término que usa este médico especializado en las técnicas de EMDR de tratamiento postraumático: “El inquilino que llevamos en la cabeza se angustia y comienza a preguntarse por el pasado desde el presente y por el futuro desde el mismo presente”, como si estuviera en medio de una calesa descontrolada.

Un periodista caraqueño llamado Manuel Isidro Molina informó que el presidente padecía de cáncer el 28 de agosto de 2010, diez meses antes. Molina nunca pudo documentar su noticia y, aunque le informaron mal porque aseguró que se trataba de “pólipos paranasales”, es un dato biográfico de interés. No sólo porque lo haya dicho primero, sino por el resultado histórico. El descubrimiento clínico del 8 de junio confirmó que el líder bolivariano padecía de cáncer.

Tiene el mismo significado personal que para el presidente Lugo, de Paraguay, o para Lula, de Brasil. La diferencia es la escala de sus efectos políticos. Chávez, como bien definió Rafael Correa, mandatario de Ecuador, es un “presidente histórico” (...).

En 2011 no hubo duda. Esta vez quedó recluido en un hospital oncológico, casi desde que pisó el suelo de La Habana, adonde recaló el 8 de junio desde Ecuador. Y desapareció por primera vez en trece años durante 22 días seguidos del centro del poder venezolano.

Desde el 8 de junio de 2011, su existencia material y espiritual ingresó a una nueva dimensión, algo así como otro plano de la que venía teniendo. Aquel fue el encuentro más cercano con la muerte, la compañera más íntima de la vida, o Hermana Muerte, como la llamaba San Francisco.

Sus opositores aprovecharon para tratar de fragilizar el gobierno mediante recursos en la Asamblea Nacional similares a los del año 2002, cuando hablaron del “vacío de poder”. Los seguidores más furiosos de la oposición llevaron ese odio hasta el límite de celebrar la muerte ajena y el cáncer de Chávez, como medio siglo atrás hicieron los enemigos de Eva Perón, cuando murió del mismo mal. En un mensaje de Twitter se dijo: “Se están muriendo todos, falta el macaco mayor. La pelona está cumpliendo su deber”. Efectivamente, en meses previos habían muerto cinco figuras centrales del chavismo. En sentido opuesto, movidos por otros valores humanos, el nuevo plano de vida del líder bolivariano produjo en la gente que lo sigue reacciones tan diversas como interesantes. Un sector decidió negar la realidad, para ellos Chávez no estaba enfermo. La masividad de esta parte del chavismo tuvo a una parte que prefirió refugiarse en la religión con misas semanales y cadenas de oración. La dirección política del gobierno y el partido prefirió el incienso tranquilizador de los rezos, incluidos los que hicieron a las ánimas del llano y a Florentino, el que peleó con el Diablo, que una respuesta política ordenada, basada en la educación ideológica y la organización social. Olvidaron un detalle sin el cual la historia no se mueve. Las derrotas ocurren cuando la fe sustituye a la acción racional y el pensamiento edificante, como sugería Kierkegaard desde su cómodo montículo filosófico. Por eso, la historia de los oprimidos y explotados cuenta con más derrotas que victorias.

Otro sector del chavismo militante comenzó a prepararse para el reemplazo o ante la posibilidad de la separación parcial de Chávez del centro de Miraflores. En este sector hubo de todo. Algunos jefes militares ex bolivarianos, conspirando desde los intersticios de las fuerzas armadas por una sucesión que consideran destinada a otro militar. Otros prepararon continuidades institucionales dentro de las letras legales, sin perder el sabor conspirativo de saberse el sustituto necesario o el que manda la ley, o apoyado en el criterio de la mejor figuración mediática o social en las filas del chavismo.

Una cuarta salida fue la que propuso un pacto con un sector de la burguesía para formar un gobierno de unidad nacional que le diera “continuidad y equilibrio” a la posible ausencia presidencial, sin percatarse de que en la Venezuela de 2012 produciría exactamente lo opuesto. Y no faltaron quienes se prepararon para acciones insurreccionales voluntaristas y emotivas. Quizá eso explique lo que muchos cuadros políticos sanos definieron como una “crisis política grave del chavismo”. Para otros, como Roland Dénis, es más grave, la define como “crisis del régimen”, entendiendo por eso el tipo de instituciones conformado. Ambos se cruzan en el mismo camino de preocupación (...).

En febrero de 1999, cuando Chávez volvía de La Habana para asumir el sillón presidencial, Gabriel García Márquez lanzó una hipótesis armagedónica que a muchos pareció la última llama del infierno. Pero lo hizo por el lado equivocado, movido más por un cauto pulso derrotista que por la compleja dialéctica de la vida de los líderes que él mismo ha usado para armar sus personajes magistrales. Eso es comprensible en un novelista, acostumbrado a escribir sobre las derrotas, traiciones y desilusiones reflejadas en obras como El coronel no tiene quien le escriba, El general en su laberinto y El otoño del patriarca, tres murales de la decadencia humana reducida a la esfera de la política. Otras novelas del mismo signo son Yo el Supremo, de Roa Bastos; La fiesta del chivo, de Vargas Llosa; El señor presidente, de Miguel Angel Asturias, entre otra veintena de obras que se dedican a auscultar la naturaleza y vicisitudes de los líderes carismáticos y sus destinos en el poder.

El día que conoció a Hugo Chávez, vio a dos espectros caminando frente a él. En vez de un líder con final abierto compuesto de carne y hueso de este mundo, sujeto a circunstancias, presiones y contradicciones propias y ajenas, la memoria unidireccional del novelista vio en Chávez a un hombre que parecía destinado a ser el último patriarca del fin de los tiempos.

Mientras se alejaba entre sus escoltas de militares condecorados y amigos de la primera hora, me estremeció la inspiración de que había viajado y conversado a gusto con dos hombres opuestos. Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad de salvar a su país. Y el otro, un ilusionista, que podía pasar a la historia como un déspota más.

Esa imagen fatal se le metió en la cabeza cuando se despidieron al bajar del avión que los condujo desde La Habana a Maiquetía un día de febrero del año 1999. El trayecto del vuelo lo pasaron conversando y mamando gallo hasta que se hicieron amigos. Poco después, la memoria y la pluma prodigiosa del novelista parieron una pieza periodística titulada El enigma de los dos Chávez. Le faltaban unos días para asumir como presidente de Venezuela, un acto que cambiaría el curso y las pruebas de su destino y puso en guardia al viejo novelista.

Hay un pecado en la hipótesis del genio de Aracataca: inventó una imagen fría y fija en blanco y negro. Una imagen en la que aparecen dos Chávez, uno a cada lado, opuestos en términos absolutos. Como si apareciera sin aviso dentro de un espejo maldito. Un espejo donde estaban marcados dos destinos y un hombre inmutable desde siempre y para siempre.

García Márquez olvidó lo que más había aprendido. La historia tiene rueditas cuando la ponen en marcha las clases oprimidas, y no las tiene cuando “la hacen” los individuos, los héroes, las figuras epopéyicas. Así, pueden existir los “dos Chávez” del enigma garciamarquiano, pero entre uno y otro actúan fuerzas sociales, vanguardias, nuevas organizaciones, movimientos y aprendizajes despertados. Esa es la “revolución bolivariana”, un proceso que tiene a Hugo Chávez como su figura dominante. No total. Esta anomalía social no fue producto de una conspiración suya o de un designio tercermundista.

De hecho, el propio presidente venezolano viene descubriendo desde diciembre de 2007 que su figura, por muy principal que haya sido desde 1992, 1999, 2000, 2002, 2004 o 2006, vive fisuras. Se manifiesta paulatinamente por el medio más pasivo, el voto, pero se manifiesta. Como se sabe, el voto es apenas la expresión electoral de un determinado estado de humor y de conciencia. Hugo Chávez ya lo sabe. Lo descubrió como se descubre la elevación y la declinación curva del arco iris. Los erráticos resultados electorales de septiembre de 2010, favorables a la oposición a pesar de la cantidad de bancas en la Asamblea, fueron, como diría Freud respecto del mal de las familias, “el síntoma”. Algo anda mal en el organismo social para que tantos se alejen del voto y de las instituciones, y por ese sendero sinuoso se acerquen al comandante presidente para decirle al oído, como si fuera un secreto o una confesión de amor: “¡Cuidado, mi presidente, cuidado!”.

Esta conexión con el pueblo se ha manifestado muchas veces y él mismo la refleja en invocaciones mediúmnicas. Emulando una frase de Jorge Eliécer Gaitán, Hugo Chávez dijo en 2010 que por él “hablan millones”, transformándose en el médium de su pueblo bolivariano. Un año antes usó otro concepto: “Aquí estoy parado firme. Mándeme, pueblo, que yo sabré obedecerle. Soldado soy del pueblo, ustedes son mi jefe”. Todo el mundo sabe que esa relación democrática de poder es complicada mientras no cambie desde la raíz el sistema institucional que lo tiene a él como su médula espinal y a la amplia burocracia estatal como la sangre esclerotizada del régimen político.

En 2010, cuando destacados chavistas críticos, entre ellos ex ministros reconocidos e intelectuales muy leídos, señalaron que las perversiones ponen en riesgo las conquistas, declaró: “Yo soy el primer crítico”, y acto seguido se puso al frente de la crítica a la corrupción y la burocracia y se dedicó a saldar deudas sociales, como la vivienda y la energía eléctrica.

El 29 de marzo de 2011 gritó cuanto pudo al cielo estrellado de La Plata, en la Argentina, que no hay terceras vías o terceras posiciones, el dilema es entre dos y sólo dos opciones de vida: socialismo o capitalismo. Esta es la determinante esencial que somete a Chávez a pruebas imprevistas en su itinerario de jefe de Estado. No sólo lo coloca en situaciones contradictorias con el tipo de régimen que sostiene y el sistema de Estados que lo rodea en el continente y en el mundo, también lo confronta con su entorno y con su propia sombra. Una de las más hermosas y profundas definiciones del carácter positivo de una revolución la expresó Karl Marx en La ideología alemana, cuando advirtió: “La revolución no sólo es necesaria porque la clase dominante no puede ser derrocada de otro modo, sino también porque únicamente por medio de una revolución logrará la clase que la derriba salir del cieno en que está hundida y volverse capaz de fundar la sociedad sobre nuevas bases”. En este dilema de transiciones y desafíos vitales estuvo veinte años el líder de la “revolución bolivariana” y el movimiento social que la sostiene. De cuál sendero tomara para salir de su laberinto dependía el último Chávez de esta historia. Porque entre uno y otro mediaba un camino sembrado de múltiples determinaciones. Nacionales y externas, personales y sociales, coyunturales e históricas, objetivas y subjetivas. Entre esas determinaciones debió transitar Hugo Chávez, el líder político de izquierda más original de los últimos tiempos, para construir el final de su biografía. Su destino. Cuando éste llegue será un resultado, no una imagen fatal en un espejo imaginario colgado en una pared de derrotas.

Lo que no advirtieron, ni García Márquez ni Chávez, es que el destino, precisamente por ser indeterminado, podía convertirse en fatalidad temprana en la vida de un hombre que quiso gobernar hasta 2025 y, aunque no pueda lograrlo, quedará para la historia de este tiempo como el líder presidencial que desafió al imperio y se convirtió en Chávez.