La Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges publicada por Hyspamérica comenzó en 1985 con una selección de cuentos de Cortázar. Fuese por fuerza de la capitulación o de la ironía, el bibliotecario/inspector de pollos no ha querido fallarle a su legendaria ubicuidad y partió de un presente que le daba a Cortázar el rango de pope ideológico y maestro del cuento fantástico.
No fue la única sorpresa, Hubo otras, como El secreto profesional y otros textos, la compilación inesperada de artículos de Jean Cocteau, el outsider vitalista de Montparnasse y Saint Germain, cuya influencia empujó a Cortázar a las inquietudes múltiples que luego lo arrastraron a considerar a la novela ya no como un género elástico sino, directamente, como una cultura.
¿Qué tiene que ver Borges con Cocteau? A simple vista nada, como nada debería unir a simple vista el celibato con una humareda de opio. Pero es evidente que algo de Cocteau impactó a Borges. Al margen de que parece no haber leído completamente los textos reunidos en el libro, no hay dudas de que acierta en un prólogo vago donde desliza una sola precisión: la de que Cocteau, al modo de Wilde, fue “un hombre muy inteligente que jugaba a ser frívolo”.
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En El secreto profesional y otros textos encontramos apologías de El Greco (un pintor total de sólo cinco colores), Picasso, Apollinaire y Raymond Roussel. Pero si debiera primar el gusto personal del lector en virtud de cómo lo sostiene el recuerdo, es un hecho que el breve ensayo que le da título al libro y la famosa semblanza de Proust en su lecho de muerte merecen llevarse a la posteridad de Cocteau los mayores elogios.
El primero es de 1922 y se abre hacia una defensa cerrada de lo que en esa época aún no se llamaba “minimalismo”, pero lo fue si lo que se defendía, como dice Cocteau, era “la escritura delgada y musculosa”, de ciclista agregaríamos nosotros para barroquizar el aforismo.
Esa idea, curiosamente sostenida por un vanguardista ecuménico, tendía sin dudas a un clacicismo capaz de ver la forma en la idea y detectar el gusto por el tic de una época que “merece ser llamada edad del quid pro quo”, que no es otra cosa que la de la venta de gato por liebre.
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En el texto sobre Proust, llamado simplemente “Marcel Proust”, Cocteau cuenta sus impresiones al llegar a la habitación de la calle Haussmann y encontrarse con el novelista más grande la historia yaciendo con su barba de visir. Pero la percepción de Cocterau, gran lector de los hechos, desplaza a ese cadáver ya convertido en tótem y presta atención al segundo plano, que es el espacio en el que los escritores encuentran sus literatura. Allí ve las montañas de cuadernos manuscritos, la “catedral de papel” que sigue latiendo “como el reloj en la muñeca de los soldados muertos”.
Las herramientas de Cocteau, que son tanto las del escritor polimorfo como la del agitador cultural, se extienden en una selección que condensa muy bien sus intereses. En especial, el de suprimir el estilo a cambio de la pureza supuestamente diáfana del pensamiento, para que la poesía (el verdadero género del arte, que tanto puede aplicarse a la pintura como al cine y al teatro) se olvide del cómo y recuerde el qué.