CULTURA
Apuntes en viaje

De pronto el mar

El aburrimiento, que comenzó a inflamar la vida de mi hermano ese verano, lo desvió hacia una serie de actividades que alternaba de manera azarosa: juegos de naipes, rompecabezas. Pero por sobre todo lecturas.

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De pronto el mar. | marta toledo

El primer síntoma lo tuvo a los dos días de arribar al aeropuerto Luís Eduardo Magalhães, a escasos 80 kilómetros del Morro de San Pablo, el destino que habían elegido mis padres para pasar en familia dos semanas junto al mar. Por entonces yo acababa de cumplir 12 años; mi hermano, el enfermo, 8. Los demás datos no revisten importancia. Lo relevante de esta historia es el padecimiento de mi hermano: de los quince días de vacaciones, pasó diez acostado en su cama, supurando malestares sin nombre que lo alejaron de la playa, de mí y de mis padres, con quienes organizamos una grilla detallada con días y horarios para asistirlo. 

El aburrimiento, que comenzó a inflamar la vida de mi hermano ese verano, lo desvió hacia una serie de actividades que alternaba de manera azarosa: juegos de naipes, rompecabezas. Pero por sobre todo lecturas. Se movió lejos de la literatura infantil, básicamente porque no habíamos llevado libros para niños. Mis padres sí; habían hecho una selección de libros para leer en la playa: El retrato de Dorian Gray, Cujo de Stephen King (todavía atesoro esa edición), El Decamerón (también la conservo: Círculo de Lectores, 1972), y si bien no puedo precisarlo, seguramente también algo de Manuel Puig y Mujica Lainez, ya que mi padre era devorador de ambos.  

De modo que mi hermano de 8 años se sumergió sin haberlo planeado en las profundidades de la literatura. Al cabo de unos días, también se dedicó a escribir. Había sido muy preciso en los requerimientos que elevó a mi madre: bolígrafo negro y cuaderno de tapa dura, del tamaño de la revista Billiken. Muchas veces por las tardes, cuando regresábamos a la casita de alquiler, me sentaba junto a él para leer en voz alta sus intervenciones. La secuencia compositiva que enhebraba tenía en cuenta elementos como la historia, la gente, el argumento, la fantasía, la profecía, la forma y el ritmo. Pero al margen del menú, para él los personajes lo eran todo porque en esos cuentos, decía, no era crucial lo que pasaba sino a quiénes les pasaba. De manera que el personaje era la materia dominante de sus breves textos, lo que le permitía, como narrador, no traslucir demasiado interés por su propio método. Prefería la actuación de los personajes en un sentido aristotélico, como experiencia de felicidad o sufrimiento.  

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Lo suyo no era el arte de escribir, sino el de comprender, algo que consiste en entender después, lentamente, una vez que la experiencia ha quedado atrás (a este fenómeno también se lo podría llamar experiencia literaria). Si la inclinación de una persona por el arte depende de un determinismo histórico (del que por lo general no se menciona lo que este tiene de geográfico), la de mi hermano se comprende por ese dato vital que lo extirpó de la playa y lo colocó en posición horizontal durante diez días. 

En ocasiones hablábamos de literatura. Para él la literatura aún no era un tema en sí mismo, lo que hacía descansar su interés en la fe de los lectores que ven en ella una realidad organizada mediante leyes propias (el único lugar donde la ley hace la realidad es la literatura). En cuanto a los niveles de descripción un poco más técnicos, consideraba que el relato era una revelación reticente, y que en la reticencia descansa (o se estresa) el estilo. De modo que a su juicio el estilo era un retén de la historia. En sus textos, lo recuerdo como si los estuviera leyendo en este mismo instante, acomodaba a su gusto los procedimientos y los resultados de los libros que habían llevado mis padres y que devoró con fruición en escasos días. 

Pasaron treinta años de aquel verano en Brasil. Mis padres han muerto. Pero un novelista precoz hoy convertido en médico sigue presente en mi memoria como lo veía en aquella habitación, resistiendo como habitante del pasado.