En Primitivos del futuro, un ensayo breve publicado alguna vez en La Vanguardia, Marcelo Cohen plantea que el mundo de los que no leen será un mundo no de incultos sino de ingenuos, es decir, las personas estarán informadas, tal vez sobreinformadas, pero la falta de lectura ya no les permitirá distinguir la inadecuación entre la palabra y la cosa, entre la palabra y el sentimiento, y en efecto cometerán el error o la ingenuidad de creer que es posible comprendernos.
La cita viene a cuento de que una de las primeras cosas que se advierten al conversar con Cohen es un afán desmedido de precisión cuyo propósito, si se tiene en cuenta lo anterior, no debe ser tanto entenderse como mejorar la calidad del malentendido, cosa que también hace en su literatura o en los libros que viene traduciendo desde hace más de tres décadas.
Aunque en el caso de la conversación hay que decir que la intransigencia con la ambigüedad puede llegar a ser radical: Cohen no termina la frase hasta no encontrar la palabra justa, y no importa si los hiatos llegan a durar un minuto, o dos. Ante la imprecisión prefiere el silencio, y probablemente hace bien.
El problema es que cuando encuentra el significante adecuado vuelve a retomar la estructura sintáctica que había quedado suspendida dos minutos antes –tampoco se permite el anacoluto–, de manera que para entender a Cohen, cuyo tono de voz es además muy bajo, hay que mantener un nivel de atención tan alto como el que hay que poner en sus textos.
Después, por supuesto, uno termina por adaptarse al ritmo y a la dinámica tanto de su conversación como de esas novelas donde a veces proliferan los neologismos o las sutilezas léxicas o gramaticales, y finalmente hasta se lo termina disfrutando.
Ahora estamos en un café Martínez de Belgrano, barrio en el que está viviendo de manera provisoria hasta que termine de acondicionar su casa de Villa Urquiza. La excusa es su último libro, Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas (Malpaso), que reúne varios ensayos y crónicas que publicó durante las últimas décadas sobre los temas más diversos: Oliver Sacks, Antonio Di Benedetto, el barrio de Once, los vaivenes del proceso de traducción en un libro de Chris Kraus o los malentendidos que suscitó la irrupción de Maradona en Barcelona, ciudad en la que Cohen vivió durante veinte años –desde el 75 hasta el 96–, y desde la que fue construyendo una obra sólida y original, atravesada en su último tramo por uno de los mundos ficcionales más peculiares de la literatura argentina: el “Delta panorámico”. Un conjunto de islas donde, según cuenta él ahora, “todos los futuros posibles ya pasaron, dejaron sus vestigios como los que nosotros recibimos del pasado, entonces hay inventos que son obsoletos, hay restos del futuro que todavía no vivimos, y hay muchas cosas que empezaron a pasar de nuevo, cíclicamente. Es un yeite que encontré como para que puedan pasar cosas muy distintas”, dice Cohen, con quien gestionar esta entrevista costó por cierto bastante, porque no es un autor al que le guste ser entrevistado, ni participar de eventos –“me cuesta la conversación casual sobre temas limitados, que es lo que sucede cuando se juntan veinticinco escritores y su público”, me dirá–, pero tiene sus motivos.
—A mí la sobreabundancia de prensa no me gusta, porque el 70% de las personas que te buscan lo que quieren es llenar un nicho, un espacio radial, un espacio televisivo: hoy tenemos a tal, hemos recibido el libro de. Y uno tiene intuiciones, como en este caso, donde vos llegás a través de PERFIL, que tiene un suplemento que trata de hacer las cosas con dedicación y con cuidado. Pero en general yo no hago entrevistas si no siento, primero, que eso ayuda un poco a la editorial, porque ahora solo publico en editoriales independientes y les hace falta. Segundo, si la intuición me dice que con la persona se va a poder conversar.
—Tampoco te gustan mucho los festivales, las ferias...
—En la Feria del Libro de Buenos Aires la verdad es que no me banco la presencia enorme de las corporaciones, de Clarín, de Random House, y la cantidad de eventos, esa sensación de que todo el tiempo está pasando algo importante. Decididamente no me siento bien en esos lugares.
—¿Alguna vez te propusieron inaugurarla?
—No, pero estuve ahí al borde. Entonces me empecé a preocupar. Dije: ¿qué hago? La verdad es que no lo pude decidir. Uno piensa: voy a tratar de decir algo importante. No importante: algo que me importe a mí decir. Y no está claro que lo logres, claramente. Me parece que la solución de Piglia fue bastante buena, que fue hablar de la poesía, y especialmente de un poeta como Leónidas Lamborghini, que es un poeta del que habría que hablar un poco más...
Cohen hace una pausa larga –larga incluso dentro de su tempo– y después agrega que él decidió no ir más a la Feria –“porque además te pagan una miseria”, dice–, y confiesa que estar con gente cada vez le cuesta más. Tampoco usa redes sociales: “No soporto el palabrerío inútil. Me patea el hígado el lenguaje de intercambio”, dice.
De todos modos, cada tanto entra para tratar de entender. Entonces advierte, por ejemplo, que hay una “gran cantidad de selfies sonrientes que se sacan chicas y muchachos en una plaza agitando una bandera de protesta, y que son iguales a las selfies que se sacan en una despedida de soltero, y que son iguales a las selfies que se sacan sus enemigos, de la misma manera que van a comer y fotografían el plato”.
—El medio es el mensaje...
—Bueno, claro, pero hay una inteligencia muy poderosa que ya no pertenece a nadie y que está neuralmente constituida por las tecnofinanzas, por la codicia de los consumidores, la infiltración de las mentes en el consumo...
Los temas de tecnología conducen la conversación hacia la ciencia ficción, género al que siempre se lo asoció, aunque él piensa que sus textos no se inscriben estrictamente en esa tradición de la que, no obstante, es un gran lector, y a la que actualmente considera atravesada por un pesimismo casi nihilista. “No es muy difícil caer en el facilismo de decir: bueno, va a llegar el desastre total, entonces imaginemos cómo va a ser el mundo post apocalíptico. Todo eso a mí no me interesa nada”, dice. “Me parece que es un discurso del miedo, una introducción para la no vida. Dos cosas de las que trato de salvarme: la productividad, que es muy distinta del hacer, y la no vida”.
—¿Y qué te interesa de la ciencia ficción?
—Me interesa Ballard, por su carácter visionario. Tené en cuenta que fue un tipo que vio que gran parte de la humanidad se estaba muriendo por choques automovilísticos, y lo que se preguntó fue qué hay de la perversión humana en eso. Fue el primer tipo que escribió sobre cómo la parte alta de un edificio de cuarenta y tres pisos y la parte baja llegan a enemistarse de tal manera que se matan unos a otros y retroceden a la horda.
—¿Cuándo empezás a interesarte por la ciencia ficción?
—Mi romance con la ciencia ficción empezó muy temprano, y no empezó necesariamente porque me encantaba el futuro. A los 14 o 15 años Asimov no me interesaba. Me interesaba Bradbury porque las páginas olían. Porque había perfumes. Porque se podía ver lo que él inventaba. Uno veía los canales rojos de Marte.
—En Bradbury hay un trabajo con el lenguaje muy distinto al de, por ejemplo, Asimov...
—Totalmente. Te cambiaba la percepción. No es que solamente te ascendía a un futuro posible u otro planeta. Vos veías de otra manera. No hace falta más que leer una novela de él que no es de anticipación como El vino del estío, ¿no? Pero también los argumentos eran muy notables...
Precisamente en relación con los argumentos, en el libro hay un ensayo, Caos y argumento, en el que plantea que la literatura debe recuperar eso que a veces deja de lado en pos de un virtuosismo estilístico, o de alguna deriva, que es la preocupación por contar una buena historia. Pero lo interesante es que Cohen habla de argumento no sólo como trama, sino también como hecho retórico, y en ese sentido considera que la literatura debe superar la dicotomía entre razón e imaginación. “No es cierto que la imaginación no tenga que pensar. Como dicen los kantianos, la imaginación es un fenómeno de síntesis”, dice.
Desde su perspectiva, además, los argumentos realmente interesantes solo pueden surgir si se fuerza el lenguaje hasta que los termine habilitando. “Cualquier cosa que cuentes solo puede asentar su peculiaridad, su condición de historia distinguible, en el carácter de esa lengua en que está escrita”.
—El problema es que el lenguaje tal como está habilita a contar las historias de siempre.
—Sí, es así. Y termina dando placer que te cuenten siempre la misma historia. Blanchot dijo una cosa que creo que yo la digo en ese ensayo: que como hay un público al que le gusta leer siempre lo mismo, hay escritores que le dan eso para que el público lea lo que está esperando, lo que ya conoce. A veces el aburrimiento es algo que envicia.